Por Esteban Montaner
Agencia UNO

“No oculto información”, eso señalaba la expresidenta de la Convención Constitucional Elisa Loncón al conocerse que la Corte de Apelaciones de Santiago resolvió ordenar a la Universidad de Santiago la entrega de los antecedentes académicos de Loncón. La USACH señaló, casi en un tono ofendido, que se trataba de “información que desde hace mucho tiempo es pública y se encuentra en nuestro sitio web institucional”. Si no hay nada que ocultar, ¿Era necesario oponerse a esta entrega de información?

Por otro lado, una de las aristas del denominado “caso audios” publicitó la conocida realidad sobre el nombramiento de jueces: tratativas ejecutadas en los oscuros pasillos del poder, lejos del escrutinio ciudadano y de la institucionalidad democrática. En un escueto comunicado, el máximo tribunal del país señaló que efectivamente el sistema “podría permitir algunos espacios de opacidad”. ¿Teníamos que esperar a que estallara un caso como el del abogado Hermosilla para referirnos a esos “espacios de opacidad”?

Ambos casos son distintos, tanto en su conformación, en sus consecuencias y en su gravedad. Pero tienen un elemento común: el ocultamiento de información que es de interés público. El secreto que se intenta mantener sobre ciertos datos u acciones, puede tener como consecuencia desde una simple pillería, hasta la corrupción más aberrante. Buscando evitar situaciones como las que estamos comentando, la democracia se ha valido de la transparencia como herramienta. La transparencia consiste en “dejar que la verdad esté disponible para que otros la vean sin tratar de ocultar u opacar el significado o alterar los hechos para poner las cosas bajo una mejor luz”, como bien ha sostenido Richard Oliver. En definitiva, es el derecho a saber. Porque en las sociedades democráticas, aquello que se entiende pertenecer al debate público, ha de poder ser conocido por el público, pues es en ese saber en el que radica su legitimidad.

Ahora bien, ¿qué queda cubierto dentro de ese espacio? ¿Hasta dónde llega el derecho a saber? Hasta todos aquellos rincones en que la fe pública se encuentra comprometida, ya sea el derecho de una profesora de universidad estatal a tomarse un sabático o las gestiones que haga un juez para ascender en su carrera. Y de querer gozar de privilegios o situaciones especiales, tendrían que estar dispuestos a someter a un escrutinio superior, acorde a la situación excepcional de que se trate. Porque recordemos que hubo quien afirmó que quienes hoy gobiernan gozaban de una moral superior. Deberían intentar cumplir con ese estándar.

No se trata de ser talibanes de la transparencia y publicidad, pues es evidente que hay situaciones que requieren de la tranquilidad y calma que da el secreto, como es el caso de algunas negociaciones políticas en el seno del Congreso u en otras instancias, donde la publicidad podría tornar imposible el acercamiento de posiciones. Se trata de resguardarnos de situaciones que facilitan la comisión de delitos en algunos casos y que en otros degradan aún más la alicaída confianza que la ciudadanía tiene en las instituciones.

Las democracias poco transparentes terminan socavando las bases mismas del sistema, dado que la opacidad en su funcionamiento le resta legitimidad. Porque el ejercicio de la soberanía popular requiere contar con ciudadanos que puedan formarse una opinión, que, por lo tanto, puedan acceder a cierta información, ya sean datos, reuniones u otro tipo de hitos que se den en el seno de los poderes del Estado y sus respectivas administraciones.

La transparencia existe como mecanismo de control democrático, como forma de fiscalizar a las instituciones públicas. Es la presión del panóptico, del ojo que todo lo ve, la que busca inhibir vivezas o pillerías que serían de fácil comisión en la opacidad de algunos recovecos estatales. En definitiva, buscan impedir la “cultura del más vivo”.

En cierto sentido la transparencia opera como instrumento de control social, en que los ciudadanos comunes y corrientes se transforman en una especia de perro guardián – el famoso watchdog de Walter Lippmann – puesto que son ellos quienes exigen conocer la información, aplicando las herramientas puestas a su disposición para tal fin.

Si bien Chile ha incorporado mecanismos que buscan hacer realidad el derecho a saber, tales como la ley 20.285 sobre acceso a la información pública, conocida como ley de transparencia, o la ley 20.730 sobre Lobby, que sin duda han sido grandes aportes en el desarrollo de un país menos corrupto y más probo, la actual realidad nos exige ir más allá.

Los casos mencionados al comienzo de este artículo son expresión de la falta de virtud que encontramos con más frecuencia de la deseada en las instituciones públicas y en los personeros públicos, sean electos por votación popular o parte de la burocracia. Pero si han de servir para algo, que sea para que el país pase de una cultura de la opacidad y el secreto, a una versión virtuosa de sí misma, basada en la transparencia, la honestidad y la rectitud. Esa debiese ser la esencia del imperativo moral que inspirase a nuestras instituciones.

En definitiva, no hay problema que la señora Loncón tome un año sabático y reciba su remuneración si cumple íntegramente los requisitos que la propia universidad definió para el otorgamiento de ese beneficio, bastante propio del mundo académico. Pero si es problemático que se enfrasque en un largo litigio por no querer entregar información que permitía saber si se cumplían esos requisitos, más considerando la naturaleza Estatal de la Universidad de Santiago. Del mismo modo, se entiende que en el nombramiento de jueces en tribunales superiores de justicia existan conversaciones e intercambio de información respecto de los perfiles y las credenciales de los candidatos a esos puestos, como sucede en el nombramiento de otras autoridades. Lo que resulta inaceptable es que exista un conjunto de tramposos, coordinados por un abogado, el cual moviliza influencias, gestiona reuniones fuera del escrutinio público e intenta aprovecharse de “los espacios de opacidad”.

El desarrollo de un país no depende solo del mejoramiento de las cifras económicas, sino decontar con una democracia robusta y de calidad, que encuentre su legitimidad en cada uno de los ciudadanos. El uso de posiciones de privilegio para conseguir algún favor o recibir un beneficio que van en beneficio personal sin cumplir los requisitos, van en contra de ese objetivo.

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