Por Damián Boada

Ya pasadas dos semanas desde el rechazo del proyecto de reforma tributaria del presidente Boric, parecen haberse calmado los ánimos y se ha llegado a acuerdo en que vamos a entrar en un proceso de diálogo público-privado para el ingreso de un nuevo proyecto tributario al Senado. Con todo, este proceso de negociación en ciernes (el octavo en una década) no se encuentra aún firme.

Por un lado, no hay claridad sobre los interlocutores, considerando el estreno de una nueva subsecretaria de Hacienda, y el aterrizaje de un nuevo coordinador tributario -el hasta hace poco embajador ante la OECD-, sin que haya trascendido el destino de los coordinadores anteriores.

Por el otro lado, quedan dudas sobre quiénes serán la contraparte del gobierno en esta pasada. Los medios han publicado una nutrida agenda de reuniones de distintos actores con personeros de Hacienda, pero aún es muy temprano para asegurar que lograrán abrir un diálogo más fructífero que el del fallido proceso anterior.

Esta liquidez del proceso de negociación se suma a la incertidumbre sobre el contenido del eventual nuevo proyecto de reforma. El fracaso del anterior parece significar una sentencia de muerte para ideas como el impuesto al patrimonio y sobre las utilidades retenidas, que conllevan una realidad económica que no se discutió lo suficiente en la negociación legislativa: un impuesto al stock hace necesario que el contribuyente genere flujos suficientes para su pago, y la generación de esos flujos gatilla, a su vez, otro pago de impuestos, por lo que la carga económica de la empresa siempre va a ser mayor a la tasa nominal contenida en la ley (por ejemplo, si un contribuyente debe liquidar activos para pagar el impuesto al patrimonio, luego deberá pagar el impuesto al ingreso generado en dicha liquidación).

En un mes en que hemos visto caer bancos internacionales por problemas de caja, no se puede negar que la idea de gravar el patrimonio ilíquido de los contribuyentes, ya sea directamente o por la vía de afectar utilidades no distribuidas, puede poner en riesgo financiero a miles de empresas que están sorteando un escenario económico de por sí complejo. Es por ello, que sin aventurar una predicción del resultado de esta (nueva) negociación, ésta debería considerar la protección de la liquidez de los contribuyentes.

En este escenario, además de privilegiarse la tributación de flujos por sobre la de stock, también habrá que mostrar flexibilidad al momento de negociar.

Mientras la idea de un impuesto al patrimonio parece haber quedado relegada al programa de gobierno y a los papers de quienes lo inspiraron, el gobierno deberá analizar muy profundamente si quiere insistir en gravar de alguna forma las utilidades retenidas de las empresas, antes de que éstas sean distribuidas a sus dueños.

En este último caso, y a menos que se quiera una salida masiva de utilidades desde Chile al exterior, el gobierno deberá encontrar una forma de aplicar este impuesto sin que se perjudique a empresas que reinvierten estas utilidades en activo fijo, o en abrir nuevas líneas de negocios, en forma directa, o legítimamente organizadas bajo holdings.

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