Por Camila Vallejo

“Es como retroceder en el tiempo. Le digo a mis hijas: es como estar en dictadura nuevamente. Es tremendo, no se puede hablar, tiraron los caballos encima. Alcancé a correr con mi hija. No puedo decir nada, sólo estoy pidiendo que haya una educación pública de calidad para mis hijos”.

Entre lágrimas y lacrimógenas, una madre que acompañaba a su hija se quiebra ante el chorro del carro lanza aguas. Son pasadas las 20:40 horas del jueves 4 de agosto y carabineros no da tregua. Faltan apenas minutos para que las cacerolas retumben a lo largo del país, como no sonaban desde los oscuros días de Pinochet.

La señora tenía razón: era como estar en dictadura nuevamente.

Esta escena, que tras la revuelta del 18-O se volvería habitual, nunca la habíamos vivido en democracia. Si bien quienes en ese tiempo formábamos parte del movimiento estudiantil éramos universitarios, éramos todavía muy jóvenes y no esperábamos enfrentarnos al nivel de represión que se desató. Fue muy fuerte vivir ese día, de principio a fin.

Yo tenía 23 años.

El 4 de agosto de 2011 será por siempre un día clave en la historia de nuestro país, uno que los libros de historia no deberían pasar por alto. Ese día fue una síntesis de todo el descontento que se venía acumulando no sólo durante el primer gobierno del presidente Piñera -de quien no esperábamos nada y aun así logró decepcionarnos-, sino también de una democracia que venía haciendo mella hace años.

La represión se desató durante toda la jornada, desde la mañana hasta la noche. El día anterior nos reunimos en La Moneda con el ministro Hinzpeter para solicitarle que desistiera en no autorizar las dos movilizaciones convocadas: una marcha secundaria en la mañana y otra universitaria en la tarde-noche. Hinzpeter no sólo no cedió, sino que además declaró ante la prensa: “se acabaron las marchas estudiantiles en la Alameda”.

Era una mañana muy fría, como eran antes las mañanas de agosto. A primera hora, se publicaba la encuesta CEP que revelaba que Piñera alcanzaba apenas un 26% de aprobación, el mínimo histórico hasta entonces en la medición. Y desde esa misma primera hora comenzó la represión.

La convocatoria era a las 10:00 y en horas previas, carabineros bloqueaba el acceso a estudiantes a estaciones como Vicente Valdés o Las Rejas. En Plaza Italia había desplegados 1.400 efectivos, con vallas papales, disparando gases lacrimógenos al interior del Metro y privando incluso a transeúntes del derecho a desplazamiento.

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Yo estuve junto a otros dirigentes y recibimos directamente las lacrimógenas. Luego de eso, nos fuimos a la sesión extraordinaria que había convocado la Confech en la sede de la U. de Valparaíso en Santiago. Estuvimos un rato, pero decidimos terminarla y volver al centro, a la sede de la Fech.

Al mediodía, los estudiantes que estaban en toma en Casa Central de la U. de Chile estaban atrapados por la batalla campal que había en la Alameda. Pasadas las 13:00, publiqué un tuit haciendo el llamado a un cacerolazo para manifestarnos en repudio a la represión.

Para entonces, la intendenta Cecilia Pérez informaba de 133 detenidos por desórdenes, los cual atestó las comisarías con adolescentes visiblemente violentados. Los canales interrumpieron sus transmisiones y centraron la noticia en la manifestación. El comercio comenzó a cerrar temprano y se podía sentir el temor en las calles. En la prensa corría el rumor del estado de sitio y en La Moneda no se descartaba como opción. Los empleadores dejaron salir más temprano a la gente y la locomoción colectiva se guardó temprano.

Cerca de las 16:00, el centro de Santiago estaba casi desierto.

A las 16:30 hicimos una conferencia de prensa en la Fech -que fue transmitida casi por cadena nacional- donde ratificamos el llamado a la marcha de la Confech, condenamos el actuar policial y reiteramos el llamado al cacerolazo.

A las 18:00 ya había anochecido y no quedaba luz del sol. A las 18:30 las barricadas se sucedían y todo Chile estaba atento a la TV o manifestándose desde sus territorios. Un helicóptero sobrevolaba a baja altura el entorno de Plaza Italia, dándole un tinte de película distópica a todo. Había al menos tres carros lanzaaguas y dos zorrillos parapetados en las afueras de la sede de la Fech, disparando lacrimógenas y dejándonos sitiados a quienes estábamos ahí, sin posibilidad de poder salir.

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Fueron largas horas de enfrentamiento y represión, hasta que a las 21:00 en punto comienza a surgir el ruido ensordecedor de las cacerolas en todo el país. Desde los balcones, la gente golpeaba sus ollas, aplaudía y vitoreaba apoyandoa quienes luchaban en las calles. Algunos incluso se atrevieron a bajar: eran padres y madres, niños y niñas, abuelos y abuelas. En las zonas periféricas, las estaciones de metro y plazas eran el punto de encuentro.

Ante la represión estatal, este fue el mayor triunfo de la movilización: era un fuerte y claro espaldarazo a las demandas sociales. Miles, sino millones, salieron a defendernos y apoyarnos.

Hace exactos 10 años vivimos una de las más brutales agresiones del Estado en democracia por manifestarnos por una educación pública, gratuita y de calidad. En Piñera 1 vivimos lo mismo que en Piñera 2: nos reprimieron para callarnos, para que desistiéramos.

El 4 de agosto de 2011 sabíamos que el sistema había fracasado. Lo sabíamos también en 2006 y, sobre todo, en 2019. Ese día vino a mostrar la cara más brutal del sistema que aún rige Chile. Por primera vez, desde los días de Pinochet, volvía a verse el rostro más dictatorial de la derecha, un rostro que se repetiría en el segundo gobierno de Sebastián Piñera.

El 4 de agosto de 2011 fue una jornada que anticipó la revuelta del 18 de octubre de 2019. Una jornada que nos recuerda que la lucha ha sido larga y para no olvidar que la fuerza de un movimiento es también la fuerza de todo un pueblo.

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