Por Cristián Fuentes Vera

Hay quienes creen que la política exterior es irrelevante, un tema de expertos, de elite, de ambiciones por un cargo o un juego protocolar desprovisto de alma. Pero los problemas internacionales se vinculan íntimamente con la vida diaria, como por ejemplo el precio del petróleo, de los cereales o de otras importaciones, y donde cada vez más las preocupaciones de la señora Juanita, símbolo popular de la campaña del NO en el plebiscito de 1988, dependen de un obrero chino, de un soldado ucraniano o de un palestino bombardeado en Gaza.

Tampoco existe ya la antigua separación estricta entre los ámbitos internos y externos de la política. El Estado no está por sobre la sociedad civil, ni estas materias son exclusivas del estadista, quien interpreta el interés nacional y aplica la razón de Estado, en una lucha de todos contra todos. La evolución humana ha complejizado esa visión, hay mucho más sociedad e intereses complejos, una trama de pasiones, identidades y actores que operan al mismo tiempo, en un proceso continuo que se ordena según la influencia, la fuerza y el poder que puedan ejercer.

Ello hace que la inserción en el sistema internacional sea una necesidad relacionada con el progreso de un país abierto al mundo como Chile, quien requiere detectar oportunidades y amenazas, elaborar estrategias eficaces y disponer de un conjunto de herramientas para producir beneficios que pueda aprovechar la mayoría de la población. Tal situación convierte en imprescindible superar el provincianismo que afecta a la dirigencia nacional y que se traduce en ignorar estos asuntos, no asignarles prioridad suficiente y privilegiar siempre la perspectiva doméstica por sobre una visión más amplia.

Debemos ser capaces de afrontar mejor una acelerada dinámica de cambios globales inaugurada aquel día de noviembre de 1989 en que cayó el muro de Berlín y que hoy nuevamente da un giro. Vientos de guerra soplan sobre Europa y el Medio Oriente; Estados Unidos y la República Popular China protagonizan una pugna estratégica, en el marco de un conflicto entre potencias capitalistas con regímenes políticos diversos, donde Washington se presenta como la fuerza declinante y Beijing como la emergente; la tecnología da saltos enormes todos los días; y un desastre climático castiga al planeta.

Un nuevo orden mundial está en construcción y se buscan nuevos equilibrios de poder, volviendo a ser la dimensión política el centro de aquello que en la era de la hiperglobalización era la economía. Los mercados globales sin regulación están siendo sustituidos por las reglas que dictan la cercanía geográfica y la amistad entre distintos gobiernos.

Lo que viene es muy complejo. Si gana Donald Trump en la próxima elección presidencial norteamericana o los ultras ganan posiciones en otras latitudes, recrudecerán los nacionalismos, el racismo, la xenofobia, los populismos autoritarios y los proteccionismos de todo tipo. Si no se logra un acuerdo de seguridad entre las potencias el peligro de un conflicto generalizado será inminente.

Sucede algo parecido con la crisis del clima que apura la necesidad de sustituir el modelo de desarrollo por otro verdaderamente sustentable, al igual que las urgencias por fortalecer el derecho internacional, defender los derechos humanos, eliminar las discriminaciones, promover la equidad de género y abrir canales para profundizar la participación democrática.

La política exterior es reflejo de la política interna, pero esta conexión va más allá de lo contingente, pues involucra a las dinámicas estructurales que modelan la toma de decisiones en los sistemas nacionales. Como en Chile los consensos de la transición ya no existen, muchas veces la agenda se tiñe de objetivos parciales o, incluso, personales.

Las sociedades son crecientemente plurales y demandan participación en la formulación de las actividades internacionales del país, yendo más allá del protagonismo de grupos de presión que se manejan en la opacidad e intentando establecer mayores niveles de transparencia y los mecanismos de rendición de cuentas propios de la democracia contemporánea.

Por cierto, la ejecución de la política exterior corresponde al presidente de la República y al aparato público especializado, más por cuidar la unidad de acción estatal que por apartar estas cuestiones de la ciudadanía y mantenerlos en círculos restringidos, problema frecuente en Latinoamérica y que debilita a las instituciones e impide una defensa eficiente de los intereses nacionales.

La economía chilena demanda una nueva industrialización basada en bienes y servicios con mayor valor, aumentar la oferta exportable, invertir fuertemente en innovación, y crear más y mejores empleos; proveer de salud oportuna y de buena calidad, solventar pensiones decentes, proporcionar una educación de excelencia al alcance de todos, asegurar un trato más igualitario, así como un sistema político estable y democrático.

Urge la construcción de un Estado social y democrático de derecho. Chile no ha logrado responder a las demandas populares que causaron el estallido social, entre otras, la desigualdad entre ricos y pobres, entre Santiago y las regiones, o entre hombres y mujeres.

La solución a los múltiples desafíos que se nos presentan no son el aislamiento, el soberanismo, o autopercibirse como una tribu que debe resguardarse de los demás. Más bien, la tarea es convocar a aquellos países latinoamericanos que quieran, no importando el color político de sus gobiernos, para establecer puentes, buscar aliados plenos o parciales, crear masa crítica capaz de impulsar proyectos concretos de cooperación en todos los niveles, y con perspectiva integracionista.

Las transformaciones internacionales en curso hacen que la antigua idea de Chile como un trader (comerciante) global pierda vigencia y requiera repensar como nuestro país se incorpora al mundo. Por cierto, los cambios en política exterior se cocinan a fuego lento, buscando acuerdos extensos que permitan mantenerlos en el tiempo, aunque los procesos avanzan mientras se construyen. Podemos vislumbrar el reemplazo de una fórmula que en su momento dio buenos resultados, en el marco de un rol articulador que exige invertir en una diplomacia flexible, con gran capacidad de adaptación y guiada por una visión estratégica certera.

Hay que poner a nuestra gente a pensar. Académicos, expertos, diplomáticos, militares, empresarios, trabajadores y la ciudadanía en general, deben vislumbrar ideas nuevas para el nuevo mundo que está naciendo. Corresponde generar ciertos consensos básicos que incluyan un diagnóstico del escenario externo, y algunos fines a alcanzar y metas a cumplir. Todo esto requiere liderazgo y voluntad, pues es hora de tomar decisiones también en política exterior.

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