Por Claudio Castro
Agencia UNO

La educación pública ha sido uno de los temas más convulsionados de las últimas décadas en Chile: prioridad en programas de gobierno, objeto de masivas movilizaciones, numerosos ministros interpelados y graves efectos pospandemia, han tenido como telón de fondo temas como el acceso, la gobernanza y la calidad de este derecho que todavía no logramos consagrar a cabalidad.

Más allá de los notables esfuerzos, muchos de ellos anónimos, que diversos actores realizan por mejorar la educación pública, la situación actual es desalentadora. Por un lado, enfrentamos un masivo y generalizado rezago escolar producto del extendido paro docente del 2019, a lo que hay que agregar los más de 250 días de escuelas cerradas por la pandemia. A esto se suman los enormes desafíos en convivencia, salud mental y el aumento en ausentismo y deserción escolar, que significan un verdadero retroceso en el avance de la capacidad educativa que tenemos como país. Por si fuera poco, debemos considerar los recientes paros convocados por el Colegio de Profesores, que más allá de sus legítimas exigencias, contradicen el imperativo de que los y las estudiantes no pierdan ni un día más de clases.

La situación se vuelve aún más grave cuando nos referimos específicamente a la educación pública.  Incluso antes del conjunto de leyes que dieron forma a la nueva educación pública, buscando eliminar la segregación escolar e iniciar el proceso de desmunicipalización, la educación pública de Chile perdía matrícula de forma sostenida. Esto continúa, a pesar de los nuevos Servicios Locales de Educación Pública (SLEP). De forma simultánea, esta tendencia significa un grave problema en el financiamiento de la educación. Actualmente, las escuelas y colegios dependientes de municipalidades y SLEP se financian en base al tamaño de la matrícula y la asistencia de los estudiantes. De esta forma, la progresiva disminución de la matrícula y el aumento del ausentismo escolar terminan por desfinanciar a los establecimientos, que ya tienen tremendas dificultades que enfrentar. A todo esto debemos sumar el hecho de que este 31 de agosto terminó la Alerta Sanitaria, junto con la cual se congeló la asistencia al 2019. Ahora, con la actualización, producto de una menor asistencia, contaremos con un menor financiamiento. El resultado de la combinación de estos factores es que la educación pública se ve enfrentada a un profundo empobrecimiento cuando, por el contrario, es en tiempos de crisis que deberían destinarse más recursos para fortalecerla.

Es momento de avanzar en un acuerdo fundamental: el financiamiento de nuestras escuelas y liceos no puede depender de efectos de “oferta y demanda” que persisten en el modelo actual. La matrícula y asistencia no pueden seguir siendo sus principales detonantes, de lo contrario estaremos creando una trampa de pobreza para la educación pública, de la cual va a ser difícil salir, condenando con ello la sustentabilidad de nuestro sistema educativo y más aún, su fortalecimiento. Reconocer la profundidad de esta crisis debe ser una oportunidad para transitar hacia un nuevo mecanismo de financiamiento basal, que tenga como principio robustecer la educación ofrecida por el Estado sin condiciones y detener el ciclo de empobrecimiento que acrecienta las dificultades históricas que ya enfrentamos.

Se trata de la ineludible responsabilidad que tenemos como país y sociedad de defender el derecho a la educación, garantizando las condiciones para que cada niño y niña de Chile cuente con una formación de calidad que le permita el desarrollo pleno de sus potencialidades y un mejor futuro para todos y todas.

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