Columna de Carolina Abuauad: Crece la informalidad laboral

Por Carolina Abuauad

09.05.2024 / 11:57

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La investigadora asociada de Fundación P!ensa expone los perjuicios de la alta tasa de informalidad en quienes sí trabajan de manera formal.


El 1 de mayo se conmemoró internacionalmente el Día del Trabajador, a costa de mártires de Chicago que pelearon por condiciones de trabajo humanas y una jornada laboral de 8 horas, similar a la que tenemos actualmente. A fines del siglo XIX existían condiciones laborales que distan diametralmente de las existentes hoy en día, y el 1 de mayo de 1886 comenzó una huelga que pasó a la historia y que desencadenó en violentos hechos con un sinnúmero de muertes.

Las condiciones y beneficios de los que gozamos hoy usualmente deben ser agradecidas a héroes o mártires del pasado. Sin embargo, hay un grupo para el cual las reglas del juego actuales todavía no parecen ser suficientes y se mantienen al margen de la ley, siendo una carga para la sociedad chilena. Estamos hablando de los trabajadores informales, aquellos que, por no aportar a las arcas fiscales, gozan de mayores márgenes participando del mercado y la economía de manera anticompetitiva, poniéndole el camino más difícil a aquellos que sí quieren participar.

Dentro de la categoría de informalidad, pensamos automáticamente en el vendedor ambulante, el que está en la calle obstaculizando el paso, el que te grita y al que últimamente hemos visto en las noticias relacionadas a situaciones violentas. Sin embargo, los trabajadores informales son todos los trabajadores sin acceso a seguridad social, incluyendo a aquellos que pertenecen a empresas informales que no han iniciado actividades ni reportan al Servicio de Impuestos Internos.

La tasa de informalidad en Chile no cede y se ha mantenido consistentemente sobre el 27% de los ocupados en los últimos meses, lo que es cercano a las peores cifras que observamos durante la pandemia. Los datos son preocupantes, sobre todo para las mujeres -grupo que suele enfrentar las situaciones laborales más precarias- cuya tasa de informalidad es más alta y roza el 30%.

¿Es más fácil ser un empleado informal? Claro que lo es; en muchos casos no cuentan con responsabilidades, horarios que cumplir ni tampoco metas, entre otras cosas. Además, tampoco pagan impuestos, no cotizan ni pagan su 7% para salud, lo que les permite -muchas veces de manera errónea- figurar en el registro social de hogares como la proporción más pobre de la población.

Esta opción es también la única para inmigrantes ilegales que, habiendo entrado por pasos fronterizos no habilitados, muchas veces son invisibles para el Estado y, por su condición, la obtención de trabajo formal les es imposible. A ellos se suma un grupo de personas que son empujadas a la informalidad, siendo un clásico ejemplo las mujeres con hijos menores. La flexibilidad que necesita la madre de un recién nacido, por la inexistencia de sala cuna universal, la empujan a participar de la ocupación informal, quedando además al margen del sistema de seguridad social.

Todo lo anterior, sean cuales sean las razones, es particularmente dañino para una economía que quiere funcionar de manera saludable y sostenible, y de un Estado que debiera ser eficaz en disminuir las desigualdades entre las personas.

Las consecuencias de que en torno a un 30% de la población ocupada se emplee al margen de la ley son abismantes y tienen al Estado incurriendo en un sinnúmero de gastos que podrían ser injustificados. Por ejemplo, haciendo un ejercicio rápido, actualmente el INE calcula que alrededor de 2,5 millones de personas son trabajadores informales. Usando la encuesta suplementaria de ingresos, y suponiendo que ganan un sueldo mediano, todos quedarían exentos de pagar el impuesto a la renta de 2023. Sin embargo, habrían dejado de aportar a Fonasa alrededor de $1,3 billones de pesos el año pasado, lo que corresponde a cerca de un 10% de lo que el Estado le entregará este año (según la ley de Presupuestos). Es decir, si el total de los trabajadores informales cotizaran, el Estado podría reasignar esos dineros a otras partidas, o la salud pública podría contar con más recursos para, por ejemplo, disminuir las eternas listas de espera.

Otro aporte que no realizan los trabajadores informales es al sistema de pensiones. Si estas personas hubieran participado del mercado laboral habrían aportado al sistema alrededor de $1,8 billones en 2023. Estos menores flujos se traducen en mayores tasas de pobreza en la tercera edad, asignación de bonos por mayor pobreza y un mayor gasto en PGU, entre otros.

Solo para darnos una idea, el mayor aporte a Fonasa que vendría de parte de la formalización de la totalidad de los empleados informales podría reasignar dineros fiscales para construir casi 6 hospitales públicos, usando como referencia el costo del hospital de Coquimbo. Los fondos liberados también podrían destinarse a pagar la PGU de más de 500 mil pensionados por un año y permitirían, haciendo un uso alternativo, aumentar en un 0.5% del PIB los ahorros fiscales, o en su desmedro, disminuir la deuda fiscal.

Todo lo anterior en un contexto en que, la semana pasada, el Consejo Fiscal Autónomo alertó de lo estresadas que se encuentran las finanzas públicas chilenas, con una deuda que crece sostenidamente, proyecciones de crecimiento de gasto poco realistas y carencia de colchones fiscales que no nos permitirían enfrentar un shock económico negativo.

Datos y ejercicios como los realizados anteriormente nos llevan a preguntarnos qué rol juegan las políticas públicas y la clase política en todo esto. Sobre todo, de cara a las elecciones regionales, en que en algunas comunas, en particular el aumento desmedido del comercio ambulante -un ejemplo evidente de empleo informal-, ha incrementado la sensación de inseguridad de sus habitantes. Es más, en algunas comunas se ha observado la manifestación del apoyo casi incondicional de los trabajadores informales a los alcaldes de turno, dando una señal de que la fiscalización no es -ni quiere ser- lo suficientemente efectiva como para incorporar a estas personas a la formalidad.

No se puede omitir que algunas iniciativas en discusión sí avanzan en la disminución de la informalidad, como es el caso del proyecto de ley de cumplimiento tributario que, por ejemplo, obliga a informar a un contribuyente que recibe en un mes más de 50 transacciones de RUT distintos, u obliga a los proveedores de POS a exigir inicio de actividades al entregar el dispositivo. Pero, por otro lado, hay una serie de medidas con menor -o nulo- avance, como es el caso de la Sala Cuna Universal.

La existencia -cada vez más masiva- del empleo informal en nuestro país tiene una serie de consecuencias que, además de económicas, amplifican el descontento dentro de la población que sí trabaja de manera formal. Por lo tanto, cabe hacer un llamado a la clase política a empujar medidas que sean eficaces en reducir la informalidad. Los efectos positivos que esto podría tener en materia económica, social y pública, valen la pena el esfuerzo.