Por Álvaro Vergara
Agencia Uno

En las últimas semanas, se retomó el debate sobre qué significa en la práctica dotar a Chile de un “Estado social y democrático de Derecho”. La nueva propuesta de Constitución necesitará incluir obligatoriamente esta cláusula, ya que las fuerzas políticas, respondiendo a los anhelos ciudadanos de cambios con certezas, decidieron integrarla dentro de los llamados “bordes”. En consecuencia, será responsabilidad de los expertos primero, y de los consejeros electos después, dotar de contenido a este conjunto de palabras.

¿Qué significa que Chile sea un Estado social y democrático de Derecho? Y si la propuesta se aprueba, ¿cambiaría algo en comparación con lo que tenemos hoy? Ninguna de estas preguntas es de fácil respuesta y mucho dependerá no sólo de los artículos que se incluyan, sino de su posterior implementación y desarrollo legislativo. Ahora bien, debe reconocerse que los críticos de la subsidiariedad, así como los escépticos del cambio constitucional, parecen tener un punto al dudar de los posibles efectos prácticos que se producirán por el solo hecho de consagrar este principio. Solo por poner un ejemplo, el Estado subsidiario chileno ya utiliza más del 21,38% de su gasto público en educación, ubicándose entre los países que en proporción más invierten en este rubro. ¿Qué mejorará al respecto con la nueva constitución?

Una posible aproximación a este asunto es que nuestro país quizá ya cuenta parcialmente con un Estado social y democrático de derecho, no escrito, sino que, consagrado a través de la interpretación jurídica, los mandatos de los tribunales y la aplicación de ciertas políticas públicas. En ese sentido, podemos decir que tanto el principio de subsidiariedad (bien entendido) como el de solidaridad han sido guías y garantías de la ampliación de cobertura de los servicios estatales.

Si lo anterior es plausible, lo que correspondería entonces sería fortalecer lo que tenemos, reemplazando y mejorando aquellas áreas en que el sistema posea deficiencias. Eso quiere decir que, si queremos diseñar un nuevo Estado realista, funcional y que no cercene nuestras libertades, la institucionalidad deberá cumplir con ciertos presupuestos fundamentales, siendo uno de los más importantes la mantención de la colaboración pública-privada.

En efecto, a diferencia del Estado benefactor o de un Estado mínimo liberal, el fundamento del Estado social tiene que ver con la coproducción de bienes públicos. En otras palabras, además de conciliar la libertad para proveer servicios sociales y el derecho a que esas prestaciones sean de calidad, la ciudadanía en un Estado social asume nuevas responsabilidades en el suministro de sus propios servicios. En ese sistema, los servicios educacionales, de salud, de vivienda y otros son considerados como bienes públicos porque la ciudadanía se involucra durante proceso de provisión, monitoreo y mejora.

¿Y qué implica esto en la práctica? Que el esfuerzo para recibir servicios de calidad es alto, ya que se exige a los ciudadanos ciertas cuotas de participación en la provisión de los servicios, ya sea de forma activa o pasiva a través de impuestos. Bajo este esquema, si tomamos, por ejemplo, el caso del transporte público actual, lo que se debería hacer frente a la alta tasa de elusión en el pago del pasaje es mejorar los sistemas de fiscalización para sancionar con firmeza y por igual a quienes se salten las reglas. Si una parte importante de la población sigue incumpliendo con el pago de los servicios sociales, estos no solo se debilitarán aún más, sino que también se destruirá el fundamento mismo del Estado social.

Por otro lado, para que este modelo funcione de manera efectiva y sea interpretado como justo por la ciudadanía, es necesario abordar tres aspectos fundamentales que han sido postergados por la clase política y que no necesariamente son materia constitucional. En primer lugar, es necesario modernizar el Estado para hacer más eficiente el gasto público; en segundo lugar, es fundamental establecer nuevos sistemas de rendición de cuentas para el pago de impuestos; y, en tercer lugar, se debe desarrollar una estructura tributaria que fomente el crecimiento.

Si no se transparentan estos presupuestos y si no se llevan a cabo durante o después del proceso constituyente, hablar de un Estado social en un país como Chile es seguir jugando con las ilusiones de quienes más lo necesitan. La mayoría de la población anhela servicios de calidad. Sin embargo, estos requieren de un gran esfuerzo de nuestros políticos y, por sobre todo, de nosotros mismos. El Estado social es una nueva alternativa, pero es estricto en su cumplimiento.

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