Por Álvaro Vergara
AGENCIA UNO

No es ninguna novedad que Chile ha sufrido un grave deterioro fiscal durante el último tiempo y del cual, al parecer, no lograremos recuperarnos en largos años. La pandemia, mucho más extensa de lo que se pensó en un principio, vino a agilizar aquella vorágine destructiva que transformó nuestra economía política hasta caer en el sinsentido.

A diferencia de lo que algunos esgrimen, el deterioro no ha sido simplemente resultado de fuerzas externas e incontrolables, sino que nuestros propios políticos, embriagados con ahorros ajenos y reelecciones, se han dado un festín hipócrita para beneficiarse a ellos mismos. Las tentaciones, naturalmente, siempre estuvieron presentes, pero la tormenta perfecta desatada por la crisis social, política, económica y sanitaria dio la excusa ideal para “meterle mano” a fondos privados y públicos. Compra de votos se le llama a eso en teoría de la democracia.

Esto es, la utilización de transferencias directas para satisfacer a los grupos de presión. Hay ahí una mezcla de un burdo oportunismo y ligereza. Ejemplo de ello es el “qué importa que caiga la bolsa”, dicho con orgullo por el convencional Daniel Stingo hace unos meses en su hábitat natural: El matinal. La verdad es que esto importa y a todos. Si la bolsa cae, las firmas se ven enfrentadas a una menor posibilidad de impulsar proyectos y algunas potencialmente cierran.

Esto aumenta el desempleo, dificulta la obtención de créditos o alarga inconvenientemente sus plazos. Como consecuencia el Estado recauda menos, lo que a su vez disminuye su capacidad para financiar, entre otras cosas, programas sociales. Sobra decir que sin estabilidad macroeconómica el gasto público se vuelve volátil. Todas cosas fundamentales para el tipo de demandas levantadas por el estallido de octubre y de la cual los Stingo dicen ser voceros.

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La economía del sinsentido ha sido enarbolada con orgullo por los representantes sujetos al escrutinio popular. Así, lo poco que nos quedaba de verdadera política terminó por perder uno de los elementos de su esencia: El rol deliberativo prudencial. A cambio, prefirieron transformarse en una mera caja de resonancia de las demandas exigidas por grupos determinados, aunque ello se traduzca en pésimas políticas públicas.

Lo anterior se ve claramente, en el caso del cuarto retiro, donde no hay experto, del lado que sea, que no haya asegurado que con mayores libertades ambulatorias, un repunte en la actividad económica y las ayudas del IFE, ya no se justifica. De hecho, muchos señalan que los honorables deberían estar pensando en legislar alternativas que incentiven el empleo, donde aún estamos lejos de recuperar los índices ocupación previos al estallido.

Esta semana, por ejemplo, caduca la Ley de Protección al Empleo, pero los legisladores están empecinados con enfrascarse en la discusión de otros proyectos menos urgentes, pero más populares. Este retiro es un claro caso de política sin deliberación alguna, dirigida incluso en beneficio de personas de más altos ingresos, quienes, como efecto secundario, dañarán a las personas en situación más precaria si añaden más masa monetaria al sistema. Se ignora que cada retiro, si bien es un acto individual, genera consecuencias colectivas, entre ellas misma pérdida de rentabilidad de los fondos. Es más fácil culpar a las AFP de ello.

El problema de no tener una clase política a la altura de tiempos convulsionados como los actuales, y que decide en base a la presión social, es que nos ha involucrado en una peligrosa tendencia donde se incentiva a radicalizar, distorsionar conceptos y situaciones y, en suma, a legislar de forma simplona. Algunos parlamentarios parecieran tener miedo de hacer lo correcto y asumir las consecuencias por ello.

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Más grave aún es que, debido a este comportamiento, los costos de las malas políticas están siendo trasladados a otros órganos del Estado, que hacen lo posible por combatir sus efectos perjudiciales y, como si fuera poco, luego deben recibir una presión contingente a la que no están acostumbrados debido a su carácter técnico y autónomo.

El Banco Central, por ejemplo, al subir la tasa de interés para intentar controlar las presiones inflacionarias, terminó pagando los costos políticos, lo que fue aprovechado por algunos estadistas del PC como Juan Andrés Lagos, quien acusó al organismo de “no creer en nada, salvo el lucro, las ganancias, el capital especulativo”. Mientras, en esa especie de mundo paralelo, diputados y senadores quedaron como salvadores, como los “ángeles benevolentes” de la seguridad social. Es la mercantilización de nuestra política: faltan verdaderos legisladores, sobran agentes de intereses.

Nada de esto implica desconocer los problemas efectivos de nuestro sistema previsional y la responsabilidad de las instancias privadas y públicas que no supieron defenderlo. Quienes enarbolan hoy la bandera de los retiros no vengan luego a presentarse como quienes están ofreciendo alguna solución. Simplemente están desmontando un orden que otros tendrán que reparar y cuyos efectos padecerán los sacrificados de siempre.

Y algo más, que no se dice: este retiro da un golpe de muerte a nuestro mercado de capitales ¡Qué importa el mercado de capitales!, respondería el convencional Stingo. Pero importa, porque de él depende en gran parte la salud de la inversión. Y no, esto no es asustar con el “cuco”. Enhorabuena que muchos de los que se mofaban con ese refrán burdo y manipulador hoy hayan comenzado a mostrar más prudencia.

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Con todo, la clase política, en general, no se percata de que si continúa bajo la misma lógica, en el momento en que se intenten cumplir las promesas hechas con motivo de la crisis de 2019, –como la provisión de derechos sociales y un nuevo sistema de seguridad social que asegure pensiones más altas–, serán imposibles de financiar. Para tener en cuenta, solo este año el gasto público aumentó un 22,2% pese al estancamiento y, según aproximaciones, la deuda pública llegará al 36,0 % del PIB.

En rigor, se nos pone todo cuesta arriba. En ese sentido, aunque parezca de una dimensión foránea, alejada de la vida cotidiana de las personas, el gran crecimiento del país desde 1990 a aproximadamente 2010 fue, en parte, consecuencia de la gran acumulación de recursos en nuestro sistema de pensiones. En efecto, al construir una gran oferta de ahorros privados, se aseguraron tasas de interés bajas que atrajeron grandes flujos de inversión.

Fue nuestra responsabilidad fiscal y capacidad de pago lo que nos permitió crecer, y también acumular recursos que luego se utilizaron para el festín de transferencias realizado durante el año pasado y presente. En resumen, la economía del sinsentido ataca como una espiral destructiva, carente de visión de Estado. Es una forma de actuar motivada por la obtención de réditos electorales y monetarios, que se suma a la ignorancia de políticos capaces de sacrificar el futuro de sus propios electores con tal de ser votados una vez más.

Pero les da lo mismo, porque cuando se desaten las consecuencias ellos estarán muy lejos, dando conferencias internacionales sobre el desastre chileno. Es notorio cómo la izquierda chilena vuelve a confirmar que, con tal de destruir el sistema, ha olvidado su razón fundacional: la preocupación por las necesidades materiales de las clases vulnerables. Y para peor el gobierno, junto con algunos parlamentarios de derecha, han sabido ser sus fieles cómplices. Qué podemos decir.

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