Por Álvaro Vergara
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Si un trabajador comete errores de manera permanente, lo más probable es que sea desvinculado. Este país cuenta con muchas realidades laborales, pero una que parece bastante extendida es que los perdones en el trabajo son escasos si se carece de contactos, influencia o una trayectoria rutilante. Y, puesto que las equivocaciones pueden generar consecuencias perjudiciales, a mayor importancia de la función, menos espacio debería quedar para el descuido.

En ese sentido, resulta preocupante que, en contraste con la realidad de la mayoría de los trabajadores chilenos, el Gobierno se esté acostumbrando a avalar el error. Las reiteradas equivocaciones permiten elaborar un largo listado, alcanzando áreas tan delicadas como las relaciones internacionales. Por lo mismo, no llama demasiado la atención que el excanciller de Michelle Bachelet, Heraldo Muñoz, haya dicho que no recuerda en democracia “una Cancillería y una política exterior tan llena de tropiezos y errores autoinfligidos”.

No es extraño, porque Muñoz tiene razón. Hasta la llegada del actual Gobierno y, salvo algunos impasses, el Ministerio de Relaciones Exteriores era un espacio en que los distintos sectores políticos navegaban con cierto éxito. La plaza de canciller no solo otorgaba un lugar importante en el comité político, sino que solía posicionar a sus ministros dentro de las figuras públicas con mejor evaluación. El desempeño era tan parejo que, por momentos, daba la impresión de que la diplomacia funcionaba sola. Así, con cancilleres más ocultos que visibles, se logró honrar una tradición que ha acompañado a la República desde sus inicios.

Pero la imagen descrita cambió, al menos por ahora. Menospreciando la dificultad técnica y las elevadas dosis de experiencia y respeto que requiere el manejo de las instituciones del Estado, el Gobierno confió puestos importantes a personas que carecían de las credenciales necesarias. El tono empleado por sus funcionarios en el audio filtrado lo deja al descubierto. Pese a la ingenuidad del grupo humano involucrado, no fueron adecuados los términos en que se llevó la conversación, menos aún para definir la estrategia de Estado frente a una dificultad con el embajador del país vecino.

No son, como se señala arriba, hechos aislados: la seguidilla de desaciertos en Cancillería deja al desnudo las serias deficiencias en materia de gestión por parte del Ejecutivo. Lo que corresponde, por tanto, es un profundo reajuste con tal de que no vuelvan a ocurrir situaciones similares. Pero se ve difícil. Empeñada en defender a los suyos, esta administración ignora que el daño causado por sus “desprolijidades” lo terminan recibiendo nuestras instituciones antes que ellos. Su singular “escala de valores” no les permite ver que están parados sobre una institución mucho más trascendente que cualquiera de sus agendas y liderazgos: el Estado. Empecinados en “avanzar”, la administración del presidente Boric olvida el hecho de que los mandatos son pasajeros, pero que el aparato público debe perdurar.

El Estado, parecieran creer, lo aguanta todo.

El problema de fondo no es solo que el gobierno desconozca al Estado, sus procedimientos y sus formas. Los errores, más bien, son consecuencia de cierta disposición vital desde la cual la nueva izquierda en el poder configura su práctica política: en su afán por avanzar hacia su fin, ignoran que las consecuencias de sus actos también recaen sobre la ciudadanía. Lo vimos en el estallido, lo vimos en la Convención Constitucional y ahora lo vemos en el Gobierno.

Los ejemplos de este problema en la Cancillería son varios: para empezar, ningún amigo del presidente debió haber sido nombrado en puestos diplomáticos. La amistad del presidente Boric con Javier Velasco —embajador de Chile en España— prevaleció frente al daño que sus irreverencias causaron a la imagen de su embajada. El no querer aceptar el fracaso del proyecto ideológico encarnado en el subsecretario anticomercio internacional, José Miguel Ahumada, les impide removerlo de su puesto, aunque de esa permanencia se deriven solo perjuicios. Y el negarse a aceptar la debilidad técnica y política de algunos ministros, como sucedió en el pasado con la ministra Siches y Vega, les impide remover a la Ministra Urrejola.

Se trata de tener consciencia del valor de la investidura del Estado. De tener claro que, al detentar un cargo, las consecuencias de nuestras acciones deben ser evaluadas con detención y prudencia. Así, nuestra Cancillería y nuestro Estado, dañados por dentro y fuera, siguen aguantando. ¿Hasta cuándo lo harán?

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