Por Álvaro Iriarte
Agencia UNO

De seguro muchos análisis políticos y electorales seguirán apareciendo durante las próximas semanas, de los vencedores y los derrotados, de las razones del éxito de unos y del fracaso de otro, y si bien ahora no se escuchará la cuña “la gran ganadora fue la abstención”, todo indica que será reemplazada por “lo votos nulos y blancos son los ganadores de este proceso”. Distintos analistas plantean que la elección de consejeros habría formado dos polos diametralmente opuestos sin mayores puntos de encuentro: la suma de los votos del Partido Republicano y la lista Frente Amplio-PC-PS alcanza casi el 66% de las preferencias de los chilenos.

La polarización política tiene raíces de carácter cultural o social, las que lamentablemente no suelen ser consideradas en profundidad por los líderes de opinión y políticos a la hora de tratar de entender. Más lamentable aún, y hasta cierto punto peligroso, es atribuir la polarización exclusivamente al rol que tendría un discurso simplista que no se duda en calificar como populista. El problema es precisamente restringir el fenómeno a una dimensión meramente política.

Desde una reflexión un poco más detenida, la temida polarización política es finalmente un reflejo o manifestación de una verdadera fractura social y cultural al interior de una comunidad, en este caso, de un país. En la práctica, existen dos Chile, con escalas de valores diferentes y con preocupaciones distintas. Ambos se reconocen a sí mismos como “Chile”, pero no siempre ven en el otro grupo una identidad nacional compartida.

Esta situación se traduce en que existan experiencias vitales muy distintas respecto de los acontecimientos de los últimos años: estallido, pandemia, crisis de seguridad, crisis migratoria y por nombrar solo algunos. Mientras para unos las turbas violentas y la destrucción durante eran justificables para lograr el gran despertar de la ciudadanía para reivindicar justicia social, para otros era síntoma de una sociedad enferma. En unos generó sentimientos de esperanza, en otros terror. Algo similar ocurrió con la restricciones a la libertad impuestas con ocasión de la pandemia: algunos consideraron que quien no las cumplía al pie de la letra y con el mayor grado de restricción era egoísta y poco solidario, otros estimaron que quien insistía en cumplirlas sin levantar la voz eran egoísta y poco solidario.

Esta fractura excede con creces la dinámica política de izquierda y derecha. Si se trata de encasillar en un binomio, puede ser más adecuado analizar otras dinámicas como mundo rural y mundo urbano, la brecha generacional, el contraste entre quienes tienen visiones religiosas tradicionales y quienes se acercan a visiones postmodernas, etc. Más interesante todavía, es la posibilidad de ir reduciendo esta categorías para tratar de encontrar aquella que mejor explique la diferencia existente entre dos visiones tan distintas de país al interior de una misma nación. Parecen existir diversas razones, muchas veces conectadas entre sí, otras absolutamente independientes, que al final decantan en la tan temida polarización política. En especial en un país que de acuerdo con los estudios de opinión desconfía ampliamente de la política y los políticos, y en donde una mayoría de la ciudadanía se define como apolítica o sin interés en la política.

No hay duda en cuanto a que las experiencias históricas de polarización política en Chile han dejado una profunda huella en la identidad nacional y su institucionalidad, porque en general han estado asociadas a rupturas del orden institucional. De ahí que exista una suerte de respuesta estandarizada. En primer lugar, la moderación como criterio absoluto para medir la bondad y justicia de las ideas y políticas públicas, más allá del contenido mismo o de sus efectos reales. En segundo lugar, la figura del gran acuerdo o consenso, incluso nacional, como la única herramienta capaz de detener la polarización o enfrentamiento.

Sin embargo, la exaltación de ambos como las únicas herramientas para enfrentar la creciente polarización “política”, desconoce la experiencia, que muestra muchas veces que esta respuesta termina convirtiéndose en un verdadero acelerante para un clima de polarización; lo que solo ha contribuido a la incomprensión del fenómeno. ¿Cómo es esto posible? Si se acepta el diagnóstico en cuanto a que es un tema exclusivamente político, se pierde de vista que las personas adoptan sus posiciones y hacen sus elecciones políticas en torno a su experiencia vital, y no al revés, esto es que definen su experiencia vital en base a su opción política. Pero la diferencia no es política, es más profunda y ahí radica la fuerza que tiene: la polarización política es solo una expresión más, y bajo ninguna circunstancias la única.

Por el contrario, estamos en una sociedad donde literalmente chocan dos visiones de mundo; existen ideas, sentimientos, experiencias, respuestas y anhelos que son considerados parte del núcleo de lo que define ser chileno, y que se exigen por un grupo respecto del otro. Esta situación suele ocurrir habitualmente, pero en momentos de convulsión como los que ha visto Chile en los últimos años pueden alcanzar un impacto mucho mayor. ¿Por qué? Sencillamente porque las personas adoptan voluntaria e involuntariamente una posición que busca certezas y seguridad, y eso solo se encuentra en la propia tribu, esto es, en quienes comparten lo que hemos llamado visión país.

Cuando las personas sienten literalmente amenazada su identidad, y en concreto el proyecto de vida que está desarrollando o espera desarrollar y que se construye a partir de esa identidad, no se trata de reformas políticas o políticas públicas. Se toca la fibra más sensible, y desde esa perspectiva el llamado a la moderación máxima se conceptualiza como una falta de valentía para defender lo propio, mientras que una insistencia en grandes acuerdos aunque el contenido sea perjudicial se entiende como traición.

Con todo, la polarización no debe ser entendida necesariamente como un quiebre ideológico a gran escala que derive en una guerra civil.

Chile entró en un proceso constitucional y en un súper ciclo de elecciones en medio de esta fractura, y no cabe duda que eso ha producido -y seguirá produciendo- efectos inesperados para muchos, en especial para los que insisten en concebir la problemática como exclusivamente política.

Sin importar las razones, al final del día, la divergencia existe, y negarse a reconocerla es un grave error. Y a diferencia de lo que muchos creen y sostienen, se manifiesta en un sinnúmero de expresiones en materia social, religiosa, cultural, y no solamente en una dimensión política. Mientras los líderes en todos los ámbitos del quehacer nacional insistan en limitar la divergencia a la política, existen pocas probabilidades de diálogo sincero, mucho menos de encontrar puntos mínimos de acuerdo.

El gran desafío no es encontrar acuerdos amplios inspirados por la moderación máxima. El gran desafío es aceptar la existencia de la fractura y tratar de entender que ha gatillado la reacción o sobrerreacción de los grupos , desde una perspectiva social y cultural, no meramente política. Una vez hecho, recién es posible intentar un diálogo para reencontrar aquello común y compartido en ambas visiones hacia el futuro; no sobre la base de lo que ha unido o une actualmente. En caso de no hacerlo, el riesgo no es el fracaso del proceso constitucional, es la fractura irreversible de la identidad nacional que seguirá ampliando la diferencia insalvable entre los que podemos considerar dos Chile.

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