Por Álvaro Iriarte
Imagen referencial/Agencia Uno

El escándalo del llamado “Caso Convenios”, la situación en diversas municipalidades del país y ahora los detalles escabrosos del llamado caso audios parecen no dar respiro a Chile, y se asienta en la opinión pública la firme creencia que es un país totalmente corrupto: todos roban, nadie es probo, nadie logra el éxito sin corrupción, etc.

Efectivamente existe un reacción de indignación generalizada en amplios sectores de la población, y son varios los ciudadanos que desde una pretendida superioridad moral, insisten en que ellos vienen denunciando hace mucho tiempo la corrupción del sistema y que no existiera ninguna lugar ni espacio, público o privado, libre de este fenómeno. Como si esto no fuera suficiente, la explicación es que Chile siempre ha sido una sociedad corrupta, y que solo se acentuó este rasgo fruto de la herencia española, debido a la avaricia generalizada y a las reformas que liberalizaron la economía, en donde la supuesta falta o ausencia de regulación y leyes estrictas en materia de anticorrupción serían la prueba de ello.

El avance de la corrupción y el aumento de la percepción ciudadana en cuanto a que Chile es un país corrupto es una situación que efectivamente se viene incubando desde hace tiempo, pero a diferencia de lo que sostienen los agoreros de la corrupción, no siempre fue así. Por el contrario, se trata de un proceso que ha tenido altos y bajos a lo largo de la vida republicana.

¿Por qué se puede sostener esto? Porque, por ejemplo, no parece lógico ni razonable que los niveles de desarrollo humano y material alcanzados por Chile en los últimos 40 años pudieran construirse sobre la base de una sociedad sin ética, inmoral y abiertamente corrupta. Por el contrario, el desarrollo humano y material de una nación, requiere un sustrato moral o ético que permita este proceso. Esto es lo que podríamos llamar – siguiendo a Juan Pablo II- las causas morales de la prosperidad, o -siguiendo a Niall Ferguson- la ética del trabajo o ética de la frugalidad. El tema de fondo, más allá de las diferencias, es que el diseño y el funcionamiento de las instituciones reflejan los hábitos del ser humano, que se adquieren esencialmente en el proceso educativo. Los hábitos pueden ser buenos o malos, y en este último caso estamos ante vicios.

¿Qué podría explicar entonces la situación que aqueja a nuestro país en este momento? Algunos factores subyacentes no considerados en la discusión. En primer lugar, Chile al igual que otras naciones de Europa y en el continente americano, ha progresivamente abandonado la noción objetiva en torno al bien y el mal. La mayoría de la sociedad ha adoptado una posición de relativismo, y con ello, la tradición central de la ética ha sido reemplazada por la idea que el fin justifica los medios. El relativismo permite en última instancia que todo sea válido socialmente, y en consecuencia, que nada pueda ser calificado como malo o incorrecto.

En segundo término, la progresiva secularización de la sociedad, especialmente pronunciada desde la década de 2010, ha repercutido en que se pierda uno de los elementos fundamentales para sustentar una serie de virtudes como la honestidad, la humildad, la templanza, y otras más. Un laicismo militante no duda en descalificar de plano las religiones y su rol positivo a la vida en sociedad, y deposita en el Estado esta suerte de construcción abstracta e infalible, el fundamento final de lo que es bueno o malo, sin ninguna otra justificación que la pretendida superioridad de la soberanía popular desarrollada a partir de la visión de Rousseau.

Un último elemento adicional que se debe agregar es la paulatina y sostenida adhesión de amplios sectores de la población a la llamada cultura narco, fruto del ingreso y asentamiento de bandas y carteles a nuestro país, así como del crecimiento de su influencia y poder en barrios y comunas, que también ocurre en actores relevantes del acontecer nacional. Está documentado y estudiado que la cultura narco tiene sus propios códigos, entre ellos, su propia escala de valores morales. Esta escala de valores suele estar muy distante de lo que tradicionalmente se ha entendido como bueno o malo, y en varios aspectos es completamente opuesto.

Si consideramos estos elementos, no resulta del todo extraño el proceso en que nos encontramos inmersos como sociedad desde hace unos años -al menos una década- en el que precisamente la corrupción se va tomando. A la par que se deteriora el elenco de virtudes y valores de la sociedad, aumenta la mediocridad civil y económica, y en definitiva, desaparecen de la comunidad hábitos virtuosos que daban forma al tejido social y que proyectaban su efecto más allá del comportamiento individual de los sujetos. La sociedad entonces comienza a justificar diversos comportamientos y conductas que hasta entonces eran consideradas vicios, y así se abren las puertas de par en par para la corrupción.

Mirando el comportamiento de la ciudadanía en perspectiva y considerando el estado actual de la percepción de corrupción, es posible afirmar que lo que ha ocurrido -y sigue ocurriendo- es un cambio profundo en lo que se podría llamar escala de valores o concepción de la virtud. En la práctica, lo que ha ocurrido es que se ha producido una subversión de la escala de valores públicos, y en consecuencia, ya no es de extrañar que la honestidad, la dedicación, el esfuerzo, la laboriosidad y la transparencia, entre tantos otros valores, dejen ser percibidos por la mayoría como virtudes, y sean derechamente reemplazados por otros valores, orientados a sustentar la idea que de que el fin justifica los medios empleados.

Así, solo importa el objetivo que se persigue y que si este es noble y justo, es lícito a las personas servirse de cualquier herramienta para conseguirlo. Y como hemos dicho, al no ser aceptada una categorización de bienes y males de manera más o menos objetiva, el relativismo permite que cada persona o grupo evalúe su objetivo como un bien, y por tanto, siempre será lícito perseguirlo y utilizar cualquier medio para ello. Esta es la gran trampa que enfrentamos en occidente, el gran riesgo de la degeneración ética.

Lo que como sociedad debemos tener claro es que este problema de corrupción, esta verdadera crisis moral que atraviesa Chile, no se solucionará por crear más regulación, mucho menos por subir las multas y sanciones asociadas a este tipo de conductas. Dado que no existen límites morales reales, cualquier entramado institucional que se construya, caerá víctima de los vicios imperantes. No se debe olvidar que las instituciones no son suficientes para ello, pues siempre se debe considerar el factor humano.

En este sentido, podríamos reponer castigos corporales o incluso la pena de muerte para la corrupción, sin que por ello se produzca un cambio real de la situación. Asimismo, se pueden idear una serie de incompatibilidades e inhabilidades para impedir la corrupción de funcionarios públicos y autoridades. Para que estos arreglos institucionales sean efectivos se requiere como paso previo, que la sociedad inculque a sus integrantes desde temprana edad, una serie de valores y que condene decididamente las faltas a los principios éticos que rigen para todos y en todo tiempo.

Tags:

Deja tu comentario