Por Álvaro Iriarte
Agencia Uno

Una actitud que se ha difundido en política en el último tiempo es aquella de la superioridad moral. Pocos advierten los riesgos políticos e institucionales de adoptar esta forma de actuar en la esfera pública, en especial si se construye un discurso político y un programa de gobierno en torno a esta supuesta superioridad. Pero sin lugar a dudas, lo que constituye un error de proporciones es construir este discurso de superioridad moral en torno a la probidad, erigiéndose en verdaderos modelos en materia de corrupción.

El mejor ejemplo es la situación actual que atraviesa tanto el Gobierno del presidente Boric en Chile como el del presidente Petro en Colombia. Ambos líderes de izquierda radical construyeron su campaña en parte denunciada como outsiders la corrupción y una serie de conductas a lo menos reñida con la probidad. Más aún, no solo sus campañas, sino que las campañas al congreso de los partidos que forman parte de su coalición, levantaron con una fuerza inusitada y en términos absolutamente categóricos las consignas de no más corrupción, no más nepotismo, no más conflicto de interés, etc.

Las transferencias directas desde el Estado a fundaciones vinculadas con los partidos y movimientos de los partidos del gobierno en Chile, y en Colombia, la investigación por dineros provenientes del narcotráfico al hijo del presidente y que terminaron en la campaña presidencial y vulnerando los límites de financiamiento fijados por ley, impiden al gobierno tomar control de la agenda y amenazan con hacer descarrilar las reformas emblemáticas que impulsan ambos mandatarios como su programa de campaña.

Ahora que ambas administraciones se vean envueltas en sendos escándalos de corrupción, el efecto institucional está demostrando ser demoledor. Es evidente que quien no está en el poder tiene un amplio margen para hacer escrutinios y juzgar severamente a quienes lo tienen. Y en efecto, esto es parte importante del rol que una oposición debe desempeñar en un sistema democrático.

Asimismo, esta tendencia se suele acentuar en aquellos grupos que se perciben como disruptivos, como ajenos al sistema (outsiders) y que nunca han detentado el poder y que, por tanto, tienen entre sus objetivos hacer las cosas de manera distinta, para diferenciarse de aquellos que están dirigiendo los destinos de la nación. En principio, no debería ser motivo de preocupación, toda vez que una fuente importante de renovación y oxigenación del debate democrático proviene precisamente de los movimientos y figuras catalogadas en algún momento como outsiders.

El tema que debería concitar nuestra atención es el daño que una pretendida superioridad moral de algunos de estos movimientos y grupos puede producir en la institucionalidad y en la confianza pública, dos piezas claves para la estabilidad de largo plazo de un país.

El gran error tanto del Gobierno del presidente Boric en Chile como del presidente Petro en Colombia es, precisamente, caricaturizar y encasillar durante la campaña a todas las fuerzas políticas y de la sociedad civil que no respaldan su proyecto como corruptos, o peor aún, como los máximos representantes de un sistema de corrupción institucionalizado; para acto seguido, prometer  cambiarlo todo por estar revestidos de una suerte de halo incorruptible de probidad, transparencia y honestidad. Esto ha resultado demoledor, toda vez que al primer problema real de corrupción que enfrentan una vez instalados en el gobierno.

La experiencia histórica y comparada demuestra que las fuerzas de izquierdas, en especial las más radicales, son tradicionalmente las más propensas a caer en este grave error, con lamentables consecuencias para las instituciones, como lo es abrir espacios públicos a grupos antisistémicos, guerrillas armadas, etc. ¿Por qué? Porque el fracaso en cumplir el estándar de superioridad moral que se pregone de los propios y con el que se descalifica a los otros, solo contribuye a socavar la confianza institucional y la decepción, desilusión, frustración y rabia que esto genera en amplios sectores de la población se convierten en combustible para alentar a todos aquellos que consideran que la vía violenta es la única solución posible.

Nuestro país ha presenciado en los últimos años este fenómeno casi de manera continua: los discursos de campaña y la elección de los convencionales constituyentes en 2021 que se desmoronaron el poco andar de la convención y cuyos escándalos de esta naturaleza fueron una constante durante todo el proceso, a lo que suma la campaña presidencial del presidente Boric y sus aliados, con su discurso de probidad que quedó rápidamente en entredicho al llegar al Gobierno.

Con todo, la advertencia es válida para los sectores de derechas, pues aunque menos frecuentes, existen experiencias comparadas que dan cuenta de que el sector puede caer en este mismo error. La tentación existe, y en la cultura de la inmediatez y las redes sociales se incrementa, muchas veces la prudencia queda sometida a gran presión. En efecto, hay ciudadanos que confunden convicción, valentía y fidelidad a los principios con imprudencia, pues son rápidos para cuestionar y juzgar draconianamente a quienes incorporan en la ecuación la prudencia a la hora de tomar decisiones e implementar medidas.

La corrupción es un fenómeno propio de la naturaleza humana, ha existido desde hace tiempos inmemoriales, y seguirá existiendo mientras exista la humanidad. Es evidente que una sociedad que apueste por ser verdaderamente justa y libre debe abordar con decisión y responsabilidad este asunto, dedicando esfuerzos tanto a la prevención como a la sanción de este fenómeno. Es absolutamente irresponsable y hasta cierto punto, contraproducente, presentarse ante la opinión pública como infalible en materia de probidad y transparencia.

Es también altamente irresponsable negar que existe una correlación entre el aumento del tamaño del Estado y de los recursos que maneja y la corrupción, así como sostener que solo por la vía de mayor regulación y fiscalización se previene la corrupción. Es suficiente una pequeña trizadura en el discurso por la constatación de la realidad para que se produzca el colapso completo de la propuesta programática, y que el peso de esta caída se traspase a la gobernabilidad del país. Eso es lo que pasa en Chile y en Colombia.

En el caso de Chile, si algo debemos sacar en limpio de este agobiante ciclo en el que el país se encuentra inmerso desde octubre de 2019, es precisamente la imperiosa necesidad de evitar caer en superioridades morales odiosas que se utilizan para canalizar el descontento ciudadano en un momento particular y con el que se busca anular al adversario político para llegar al poder. Los líderes nacionales, ya sean de la política o de la sociedad civil, siguen siendo seres humanos y, por tanto, imperfectos. Y esta imperfección propia de la actividad humana afecta también a los programas y gobiernos.

Es por ello que quien decide actuar en política pontificando desde una posición de superioridad moral debe estar dispuesto a soportar el costo, muchas veces irrecuperable, de las caídas propias, y a su vez, hacerse responsable del daño a las instituciones que su actuar produce.

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