Por Fernando Paulsen
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Usted, ¿a quién le cree?

Llevado a votar por un candidato o candidata al municipio, al Parlamento, o a la presidencia de la República, ¿a quién o a quiénes recurre para poder calibrar las distintas opciones y escoger una que la satisfaga?

¿Toma usted las decisiones electorales y plebiscitarias solo, o consulta, conversa, discute con otros sobre los candidatos y después resuelve?

¿Qué tanto se siente responsable si su candidato ganador resulta más tarde un desastre en la práctica? Para usted, ¿es problema de él o ella y usted es solo víctima de un engaño, o siente responsabilidad por no haber hecho lo suficiente para saber por quién estaba votando?

Con los candidatos y candidatas la decisión se puede hacer muy personal. ¿Y con un plebiscito constitucional? Algo que parece inmaterial, difícil de leer, alejado de la calle y de su vida cotidiana, ¿qué tan personal, que tan responsable se siente uno al votar un proyecto constitucional?

Esa respuesta quizás depende de cuánto esfuerzo se ha hecho en entender lo que se va a votar y su importancia. Si no hubo interés y sí hubo mucho desgano por estar obligado a votar, lo que ocurra probablemente se traducirá en un: “las dos opciones me daban lo mismo“. Esa persona nunca se va a sentir responsable de su voto.

Las legítimas decepción y satisfacción democráticas consisten en lo contrario: habiendo hecho el mínimo trabajo de tratar de entender lo que se votaba, si el resultado es negativo para el país, ese votante se siente usado, abusado y cómplice de una frustración. Por el contrario, si la nueva Constitución rinde sus frutos, el votante recibe con orgullo los beneficios constitucionales, al haber contribuido a crear un espacio para que todo un territorio se convierta en una nación civilizada.

La diferencia no está en lo que se vota, sino en la calidad de compromiso que cada votante puso para decidir como votar.

Lo dice mejor Mahatma Ghandi, al reflexionar sobre la responsabilidad del votante: “Nadie puede hacerme daño sin mi permiso”.

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