Por Fernando Paulsen
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Conmemoramos nuestros cumpleaños, nuestra fecha de matrimonio, el día nacional de la Patria, la Navidad y sus regalos, junto a una serie de conmemoraciones menores que tienen la misma característica: se celebra algo que se aprecia, desde el amor al país, la familia y la fe.

Conmemorar un día histórico de ruptura nacional y de sentimientos encontrados, es totalmente distinto. Tan solo nombrar la fecha duele. Porque trae recuerdos de pérdidas irreparables, y de un momento en que el país dejó de ser ese sueño de algo común a todos y se dividió entre ganadores y perdedores.

Noquear a un país no termina a la cuenta de diez, o de 20, o de 30, o de 40, o de 50. Si no continúa el impacto hasta que ese país decide reconstruirse desde su historia y su dolor, para tratar de nuevo, con huellas y cicatrices, de apostar por volver a mirarse como capaces de convivir en un mismo territorio.

No es fácil. Todavía quedan trazas de soberbia y negacionismo de unos y resentimiento y desconfianza de otros. Pero si alguna vez dejaremos de conmemorar el 11 de septiembre para celebrar un día de reencuentro nacional, eso no va a pasar desde la buena voluntad ni la simple tolerancia del otro. O se hace desde el dolor de la historia y la intención de corregirla a futuro, o los gestos no van a ser más que eso: gestos.

Símbolos de un país fracturado por voluntad propia. Si la conmemoración del 11 de septiembre de 1973 sirve de algo cada año, solo tendrá valor si el rito empuja a los chilenos hacia una fecha de celebración general, cuando seamos capaces de crear una fecha de unidad y alegría y, así, abandonar -por fin- la cómoda conmemoración de un día que resalta y prolonga divisiones, injusticias e intolerancia.

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