Por Fernando Paulsen
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He citado ya demasiadas veces la frase de Albert Einstein, que dice: “No sé cómo será la Tercera Guerra Mundial, pero estoy seguro que la cuarta será a palos y piedras“.

El conflicto palestino-israelí es uno de esos casos en que todo el mundo se siente involucrado. Sea por razones religiosas, por simpatías a unos o a otros. También porque ambos pueblos han, históricamente, sido víctimas del desprecio, de humillaciones, de sometimiento ante poderes xenófobos y eso los ha transformado a ambos en pueblos que tienen presencia en todo el mundo, dado su pasado inmigratorio obligado, que los llevó a todos los confines del planeta. Lejos de acercarlos emocionalmente, estos dos pueblos llevan décadas de guerra, atentados y muertes por decenas de miles.

Hoy, cuando vemos una escalada sin precedentes, en el pasado reciente, de amenazas, atentados, bombardeos y la disposición de otros países de entrar físicamente en el conflicto, es bueno saber lo que los ánimos muy bipolares provocan en la siquis cotidiana del ser humano.

Ha sido medido innumerables veces que cuando hay agresión manifiesta sobre un tema en específico, la situación rápidamente escala a polarizar otros temas de importancia. Un ambiente crispado sobre algo que provoque temor de daño, no solo provoca miedo, la expresión de ese miedo es la agresión a quien represente lo contrario a lo que pienso. Suben de tono los discursos contra políticos, Carabineros; los hinchas con más razón que antes desprecian a sus adversarios. El lenguaje se muestra belicoso, las groserías y los insultos se multiplican. Se empiezan a pedir soluciones terminales. Los más insolentes y más gritones se hacen populares. El más tonto pasa a tener seguidores si insulta más que el resto. Se empiezan a pedir penas extremas y los ejercicios civilizatorios se canjean por el basureo a todo el que piense distinto.

Cuando el mundo está en esa, los ánimos locales se activan. El odio es contagioso. Y verlo propagarse en todo el mundo es un estímulo para atacar, porque se siente que el tiempo del diálogo ya es historia antigua.

Hoy hemos conocido de un escalamiento feroz en las declaraciones belicosas en Medio Oriente. Desde rumores de armas nucleares hasta promesas de fuego prolongado, sin cuartel. Tenemos mucho en juego si los ánimos transforman a un país con problemas, en un problema de país. Lo más rápido para producir eso es la fábrica del miedo.

Cuando el mundo empieza a tomar posiciones ante un conflicto bélico, donde los rifles y pistolas parecen quedar como reliquias y se advierte de bombardeos a destajo, incluso nucleares, la tendencia de la mente humana es tomar bando y posponer lo necesario por lo urgente.

La urgencia irracional es una fábrica de malas decisiones para todos, los directamente involucrados y todos los demás, quienes ven el mundo venirse abajo y no quieren terminar de perdedores. La peor receta -y la más común- es aprovechar el odio ambiente para terminar violentamente con los problemas locales.

Ese es el costo de declaraciones altisonantes de guerra, con armas de siglo XXI.

Por más kilómetros que nos separen, el miedo y el odio nos acercan el problema. Ya no es de palestinos e israelíes, y pasa a permear nuestras opciones cotidianas, apoderándose la intolerancia y la rabia del lugar que podría haber ocupado el diálogo y la convivencia civilizatoria.

En un mundo en guerra no gana nadie. Todos, tarde o temprano, traen el conflicto a su territorio. Y la agresión verbal y física pasa a apoderarse de nuestra comunicación. Y así de fácil, de pronto, miramos que ya no quedan más armas y seguimos peleando a piedras y palos.

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