Por Fernando Paulsen
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Durante mucho tiempo, cada vez que me ha tocado hablar de Luis Hermosilla o lo he entrevistado, he hecho lo mismo que voy a hacer ahora antes de decir mi minuto de confianza, que es lo que periodísticamente se conoce como un disclaimer, que es informar al público de que yo tengo una relación familiar con Luis Hermosilla, él es padrino de mi hijo, y, por lo tanto, usted tiene todo el derecho a juzgarme en lo que yo voy a decir de acuerdo a si es que eventualmente puedo tener un conflicto de intereses en las palabras o puedo no hacer una reseña tal cual como probablemente a usted le gustaría escuchar.


Buscar ser poderoso o poderosa en una labor o actividad dentro de una democracia es una carrera de riesgos. Porque hay harta competencia. Muchos lo buscan. Hombres y mujeres. Uniformados y civiles.

Está, por cierto, la competencia por el poder político. Que cada cierto número de años renueva o reelige a sus mandantes por la vía electoral.

Está la competencia económica, donde se asocia el éxito comercial con un poder que trasciende meramente la compra y venta de activos, y que, para muchos, el económico, es el poder humano más importante que hay que tener.

Está el poder dentro de una actividad particular, donde quienes son percibidos como excelentes ahí, transmiten una visión de eficacia incomparable. Sea en el deporte, las instituciones de policía y defensa, la medicina, ciencias, el periodismo, el derecho, la arquitectura y un santiamén de profesiones, ser percibido como capo en su materia se comunica rápido, y el aludido recibe manifestaciones de admiración instantáneas.

Sin embargo, ser poderoso tiene un lado B.

Lo dice mejor el filósofo español, José Antonio Marina: “Con frecuencia el poderoso no sabe bien lo que está haciendo, porque las cosas y las personas les ofrecen poca resistencia“.

Cuando conseguir el objetivo te vuelve poderoso, el mayor riesgo es precisamente ese: que la institucionalidad y sus protagonistas no generen una mínima resistencia material o moral, antes de sucumbir al influjo del poderoso.

Ser exitoso es estupendo. Serlo dentro de una institucionalidad que revise permanentemente sus procedimientos, que impida activamente la corrupción y que analice detenidamente la renovación de sus miembros es ser doblemente exitoso.

Porque si esa institucionalidad es pobre en revisión de procedimientos, deja pasar la corrupción y el favor ahora que se paga mañana, y mira con un solo ojo a quién llega al lugar, además de moralmente inaceptable, donde todo queda cubierto por un secreto cómplice, tarde o temprano, el peso del comportamiento irregular tiene su día de revelación.

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