Por Fernando Paulsen
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Las rutinas, los hábitos, las costumbres y las tradiciones parecen ser todas palabras sinónimas, que denotan la repetición de un acto de forma casi automática. Es un hábito saludarse de beso o estrechando las manos, cuando se encuentran dos personas que se conocen. Es una rutina sacar al perro del departamento cada mañana y cada tarde, darle una vuelta a la manzana, y esperar que haga sus necesidades. Las rutinas familiares se heredan y se mantienen de padres a hijas. Muchos tienen la costumbre y la tradición de ir a las ramadas en Fiestas Patrias y muchos más intercambian regalos en la familia cada Navidad.

Crear una tradición toma tiempo. No todo acto repetitivo dura lo suficiente como para alcanzar el estatus de una tradición o costumbre nacional.

Tampoco toda costumbre o hábito es, necesariamente, positiva. Hurgarse la nariz en público cotidianamente o hablar a punta de garabatos no son hábitos que merezcan aplausos.

La creación de una costumbre positiva, cuando después de un tiempo valoramos su presencia, puede ir desde el ejercicio de la democracia y la elección de nuestras autoridades, hasta hacer de la generosidad ciudadana un rito de calidad indescriptible, como acaba -otra vez- de ocurrir en la Teletón.

Los seres humanos funcionamos a base de hábitos y costumbres que nos dan seguridad en su repetición. Y cuando existe la percepción que esa seguridad puede cambiarse por algo nuevo, que obligará a cambiar hábitos y costumbres, la resistencia humana a mantener lo conocido puede ser muy alta si no se ofrece algo cualitativamente mejor que lo que ya tenemos. Donar para beneficiar a otros ya se hizo tradición en nuestro país. Sabemos cómo funciona ese proceso y hemos visto sus resultados.

Que los ciudadanos se donen derechos, instituciones, libertades, reglas de comportamiento para todos, a través de un orden constitucional, debiera ser el mejor hábito. Por eso, los países que lograron su independencia no dejan pasar mucho tiempo antes de que hagan nacer su primera Constitución. Porque aprovechan el entusiasmo reinante para darse reglas, derechos y libertades, que se sabe serán valoradas por todos.

Ese entusiasmo cívico se pone en duda cuando la performance es más visible que el contenido o cuando la mayoría usa sus números para someter al resto.

Un país orgulloso y entusiasmado por votar su propia Constitución se nota. Cuando no es así, también se notan la decepción y el desencanto. Pedirle a todos que colaboren, en la medida que puedan, en ayudar al prójimo en sus dificultades, se nota en la cara de los chilenos cuando se da el último cómputo.

Pedirle a un puñado de chilenos que ofrezcan al país una nueva Constitución, corre el riesgo de percibirse como una carrera de egos políticos, donde la mayoría ocasional manda, si no hubo gestos de desprendimiento serios de los que eran más para incluir a los menos. Ya lo vimos una vez y, si las encuestas no se equivocan, parece que estamos a punto de verlo de nuevo.

Quizás, si hay que hacer un tercer intento, habría que esperar un poco y convocar al pueblo después de reflexionar lo que ha pasado.

De alguna forma habría que replicar un espíritu antiguo que se necesita recuperar: imaginarse que acabamos de independizarnos y lo que cabe es darse, ahora libres y orgullosos, una Constitución como si fuera la primera en el nacimiento de la patria.

Ese espíritu hace falta para parecernos más al entusiasmo por el último cómputo, antes que a la desilusión por nuestra incapacidad de aceptarnos como somos dentro de nuestra feble e imperfecta sociedad.

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