Por Daniel Matamala
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Como cada fin de año, conocemos los resultados de la PSU y con ellos historias edificantes y conmovedoras. Como la de Simran, medallista juvenil de esgrima quien junto con enorgullecernos con sus éxitos deportivos, ahora además es puntaje nacional de matemáticas. O Maximiliano, quien lo logró desde un liceo bicentenario de Colina.

Pero, pese a Simran, las mujeres son minoría entre los puntajes nacionales. Y pese a Maximiliano, quienes vienen de la educación pública parten muy atrás en la carrera. Esa es la historia menos edificante de los grandes números, y esa la sabemos de memoria: la cancha está muy dispareja, y los alumnos de colegios particulares pagados le sacan más de 100 puntos de ventaja a aquellos de establecimientos municipales.

Algunos creen que la PSU simplemente es un termómetro que refleja las desigualdades de nuestra sociedad. Otros, como la directora del Demre, dicen que la PSU no sólo reproduce, sino aumenta esas brechas y que debería pasarse a una prueba que mide más habilidades que contenidos, precisamente lo que hacía la vieja PAA y que se cambió con la promesa de -adivinen- reducir la segregación.

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También se ha implementado el ranking de notas y medidas cualitativas de compromiso y liderazgo, pero ninguno de esos cambios podrá por sí solo cambiar un problema que es mucho más profundo que una prueba; que para muchos niños, niñas y adolescentes chilenos, la igualdad de oportunidades y la meritocracia no son nada más que bonitas palabras y falsas promesas.

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