Por Mónica Rincón
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Fue un acuerdo histórico porque se abría la posibilidad de algo que nunca hemos tenido en Chile: que la norma más importante de todas sea construida por todos.

No era sin embargo el tiempo de las manitos arriba, como en ese tristemente célebre acuerdo por la educación. Era el tiempo de la sobriedad, porque podemos estar esperanzados, pero no celebrar. Porque este acuerdo llegó tras demasiada violencia, después de DD.HH. vulnerados y lo más importante, tras la muerte de 25 chilenos.

Entre los políticos mención aparte para los alcaldes, los primeros en entender que cualquier medida tenía que ser con los ciudadanos. Y también para los que estuvieron dispuestos con más o menos ganas a llegar a acuerdos, aunque otros no fueran capaces.

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Pero el mérito es de esos millones de ciudadanos que se movilizaron, esos que no se sumaron a los que destruían. Ellos cambiaron el horizonte de lo posible. Los que exigieron fuerte y claro, a lo largo de todo Chile: no más sin nosotros.

Lo que estuvo en riesgo es la convivencia democrática que descansa en bases mucho más débiles de las que se suponía. Por eso que este proceso debe ser sin letra chica. Que Constitución se escriba con mayúsculas y que por ejemplo se cree un mecanismo para que cualquier chileno tenga la posibilidad real de llegar a esa asamblea, rebautizada como Convención Constituyente, si es que ése es el mecanismo elegido.

Por eso este proceso, donde los ciudadanos debemos participar, tiene que ser una página en blanco donde escribamos entre todos un Chile nuevo para todos. Y que vaya de la mano con reformas sociales que urgen. Donde “paz social” sea sinónimo de cambio, no de inmovilidad; donde nunca más escuchemos que una persona dice como Antonio comentaba hoy: “cuando jubile volveré a ser pobre”. O donde una mujer lleve sola la crianza de sus hijos. Donde los padres de un niño en situación de discapacidad tengan que rogar para que lo acepten en un colegio o unos ancianos se suiciden porque no tienen cómo llegar a fin de mes.

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