Por Fernando Paulsen
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Si hubiese que sacar lecciones de cómo la falta de transparencia afecta a la política, el caso descubierto recientemente de lobby no declarado es muy elocuente.

Primero, hay un tiempo para declarar un hecho de lobby. Pasado ese tiempo, lo más probable es que no se registre y si se descubre más tarde, las explicaciones para la omisión de declararlo a tiempo van a tener un valor cercano a cero. El registro de un acto manifiesto de persuasión privada a las autoridades vale más por su timing que por su contenido.

Segundo, si el lobby lo descubre y revela alguien fuera del Gobierno -periodistas o terceros que conocen del hecho-, va a ser muy difícil que las explicaciones oficiales sean creídas por la ciudadanía. La base de la Ley de Lobby descansa en que sean los gobernantes los más interesados en que el pueblo se entere -por ellos- de intentos de persuasión política tras bambalinas. Declarar un intento de lobby vale más y es más creíble si lo declara primero el gobierno, antes que si lo revela un golpe periodístico tiempo después.

Tercero, en un hecho evidente de intento de lobby, dar explicaciones relativizando el hecho, o aludiendo a la ignorancia del funcionario de que aquello podía constituir lobby, va a ser descreído por algo obvio: un funcionario de Gobierno debe saber cuando es invitado a ser parte de una situación de persuasión manifiesta de un interés privado.

Confundir el lobby con el diálogo político clásico, que no se hace a través de terceros contratados para establecer esa reunión, es equivalente a confundir una sentencia de pérdida efectiva de libertad con otra que obliga a tomar unas pocas clases de ética. Cuando se hace justicia, se nota. Cuando no se hace, también se nota.

Lo único que falta, para hacer de este episodio algo aún más patético y retorcido, es que alguien salga y diga: “ok, fue lobby, pero no lobby venir”.

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