Por Valeria Barahona

Agnes Grey saluda con ojos vivaces en Zoom. Es la perra de caza con que sale a caminar el escritor Antonio Díaz Oliva (ADO, 35), cuyo nombre corresponde a la institutriz más célebre de la autora Anne Brontë, que pretende ganar su propio dinero a mediados del siglo XIX educando a niños de familias acomodadas, quienes se solazan en los vicios del mundo para indignación de la tutora.

Igual que ellos, pero un poco menos conscientes, son los personajes de los cuentos de La experiencia deformativa, publicado por Neón Ediciones, “continuación espiritual”, dice el autor, de La experiencia formativa: un ir y venir en el modelo educacional, mareos y drogas mediante.

Agnes Grey gime, ADO se levanta y le abre la puerta para que salga al patio, dejándome a solas en su escritorio mediante Zoom. Intento ver qué libros tiene en la repisa, pero la imagen no tiene la calidad suficiente como las captadas en el cuento A pocas cuadras del Parque Forestal, la señora Gonçalves graba vidas ajenas, una anciana que al enviudar encuentra un manuscrito con “comentarios y chistes. Cosas nimias sobre el día a día. Mensajes a sí mismo. Ninguno es sobre ella, sino sobre la vida; la vida pasada y ahora extinta del señor Gonçalves. Por eso ahora siente que pese a haber vivido con él de alguna forma no lo conocía”.

La señora es artista visual y en sus paseos en silla de ruedas por Santiago, empujada por un adolescente silencioso, decide que conseguirá “lo que nunca consiguió con su esposo: conocer a alguien por dentro”. Tiene un iPhone 8 que no sabe usar pero su acompañante sí, quien además de instalarlo en la ventana por donde graba a un gato que al parecer es el único habitante del departamento, a quien el conserje alimenta y mece como a una guagua, además de una pareja de amigos cuya vida son los videojuegos y comen gracias al delivery.

El adolescente edita los videos y les pone música, su música. La señora Gonçalves se transforma en una revelación de las artes visuales, aparece en los diarios en silla de ruedas, con un sombrero Fedora y anteojos oscuros. Dice que con su marido “eran amigos. Amantes. Confidentes. (…) Pero nunca sintió a su esposo igual de transparente como la gente que observa y graba. Siempre era lo mismo: el señor Gonçalves en su papel de esposo”.

—Ahora todos somos como la señora Gonçalves, viendo los dormitorios de la gente por Zoom…
—No hay nada más fascinante que estar en un lanzamiento (de un libro) y ponerse a ver qué está haciendo la gente. Una prima tuvo una reunión de apoderados y contaba que había gente en la cama, comiendo queque, con las migas, y mi prima indignada porque ‘estamos en una reunión, hablando del futuro de los niños’.

En aquel momento donde perdemos la conciencia de estar frente a una cámara es “cuando uno es uno, no cuando está haciendo la performance de siempre”, dice ADO protegiendo la honestidad de sus ojos mediante unos lentes ópticos que reflejan la casa del frente, sus vecinos en Chicago, Estados Unidos, donde trabaja haciendo clases a universitarios.

Allí, cuenta, “tengo dos amores: Rebecca, mi pareja, que es gringa y lo bueno es que no habla español, entonces no puede leer lo que escribo. Eso me salva de muchas explicaciones. Con Agnes la experiencia ha sido deformativa, porque yo soy de gatos, he tenido cinco, nunca pensé que iba a tener un perro, pero mi pareja quería uno y adoptamos a Agnes desde un refugio, la habían abandonado en un basural. Luego vino la pandemia y ella me sacaba a pasear”.

En ese intertanto, “a mi abuela en Chile le dio COVID, se recuperó y después murió, creo, de soledad, porque estaba en un hogar de ancianos y tenía 93 años, entonces como que a esa altura creo que uno decide morir. Justo salió el libro y en el cuento La miniaturista hay una suerte de homenaje en broma a ella, que vacacionaba con José Donoso en Las Cruces. Un día, ya adulta, va a la feria del libro a que le firme un texto y el escritor le dice ‘¡pero si tú eras una ballena cuando joven!’, por sus problemas de sobrepeso. Mi abuela agarró el libro, ni siquiera dejó que se lo firmara y se fue indignada”.

ADO, antes de migrar al norte, publicó la novela La soga de los muertos en una editorial transnacional y, ahora, vive la experiencia deformativa de escribir para una editorial indie: “Fue muy formativo publicar con Alfaguara a los 25 años porque era demasiado joven. Fue una plataforma para que me conocieran, invitaran a cosas literarias, pero era muy chico, no había leído tanto y tenía muchas preguntas sobre qué tipo de escritor quería ser, me faltaba mucho carrete. Luego de eso me he dedicado a formar ideas de lo que quiero hacer para luego deformarlas”. Por esto, Suburbano Ediciones, en Miami, juntó todos sus cuentos en más de 300 páginas tituladas Las experiencias.

Blogstar de Pániko

La experiencia deformativa trae varias páginas de agradecimientos, que ADO explica como “un mapa geográfico mental. La marginalia siempre me ha parecido muy interesante: los epígrafes, agradecimientos, notas al pie, creo que a veces eso puede decir más del autor que los propios textos. Y ya que es un libro deformativo, va en contra de lo que es un ‘libro chileno’, porque en Chile nunca ponen las frases de la crítica (en el volumen mismo). Acá (en EE.UU.) vienen en la primera página, como súper exagerado todo, donde todo es performance, un poco ficción,
un juego”.

—Sale Alejandro Jofré. pero no sale Pániko
—Son sinónimos (ríe). Pániko fue el semillero. Bueno, tú sabís pos (la pantalla de Zoom refleja mi cara roja). ¿Leíste la tesis que hicieron? (Paso al morado).

No tenía idea que el último resabio de mi adolescencia, de la adolescencia de la periodista que escribe esta nota, era material para optar al título de periodista. Sólo sabía de esa película que estuvo en el Bafici y a la pasada mostró todo lo imbéciles que fuimos a los 20 años, con amores más tóxicos que Chernobyl, tríos, ambiciones desatadas y sin saber qué íbamos a hacer, sólo que pretendíamos escribir como hablábamos, contar la borrachera en lugar del concierto, el vómito y los besos.

ADO me envía el PDF. Destapo una botella y abro el archivo. Hay un capítulo con el nombre de alguien que cuando decidí que no volvería a verlo compré una champaña y me la tomé por la calle, celebrando que no morí, aunque sabía que venía un autoexilio de tres años en Valparaíso para escapar de su sombra, de las verdades a medias.

“El logo de Pániko fue durante mucho tiempo la cara de Álvaro con el cuerpo de una alpaca”, dice ADO en la tesis. Jofré agrega que al intentar cubrir festivales de música las productoras contestaban “‘mientras esté Álvaro en el sitio será difícil trabajar con ustedes’. (…) Que se quedara con plata no fue el motivo para echarlo, fue su motivo para desquitarse con nosotros por sacarlo. (…) Su acción poética fue llevarse como un millón de pesos en platas que eran para pagar colaboraciones. Después supe que su discurso para explicar su salida era que ‘había vendido su parte de la empresa’”.

El acusado responde a uno de los tesistas: “No tienes necesidad de presentarte, sé perfectamente quién eres. Como bien sabes (favoriteaste en Twitter, en enero, información tendenciosa e irresponsable adjunta en la foto abajo) ya no tengo nada que ver con Pániko y la verdad ando concentrado en otros proyectos que me tienen muy feliz”. El texto agrega que “luego de líos editoriales, de faldas y dinero, fue despedido”.

Cuando pude escoger entre el creador y la sombra, seguí la oscuridad como sólo puede hacerlo una adolescente.

—Yo peleé con alguien que no fue Alejandro —dice ADO aún en Zoom, ya sin sus anteojos, dejándome su mirada al descubierto. — Me fui y entré a El Mercurio, pero Pániko era el trampolín. Ahora es como un satélite que nos recuerda una época de Internet que, sin caer en nostalgia barata, era como una banda garaje, con 500 personas a su alrededor.

La experiencia deformativa
Antonio Díaz Oliva
Neón Ediciones
285 páginas
$13.000

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