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A distancia es difícil determinar qué es realmente Santa Cruz del Islote. Surgida desde el mar, la isla –una de las más densamente pobladas del mundo- parece estar flotando.

De hecho, Santa Cruz -ubicada en el archipiélago San Bernardo en el goldo de Morrosquillo en Colombia, está asentada sobre un relieve oceánico y coral. Es una de las diez islas en el archipiélago.

La leyenda dice que pescadores de las cercanías pasaron la noche en Santa Cruz y decidieron quedarse allí de forma permanente cuando se dieron cuenta de que no habían mosquitos. Los lugareños atribuyen este ambiente sin mosquitos a la ausencia de manglares y playas.

Santa Cruz no es un retiro tradicional en una isla: hay ningún lugar para que los visitantes se queden.

Los turistas a menudo pasan la noche en el hotel vecino Punta Faro, en la Isla Múcura, y viajan a Santa Cruz en lancha rápida para explorar por algunas horas.

Es como pisar dentro de una novela de Gabriel García Márquez. Santa Cruz ofrece un estilo de vida de ensueño e inocente (no hay policía en la isla) y sus coloridas casas son heredadas de generación en generación, así que no hay residentes que no sean nativos.

Algunas estimaciones señalan que existen cerca de 1.200 habitantes en la pequeña isla, que es del tamaño de dos canchas de fútbol.

Juvenal, un sexagenario que ha vivido en Santa Cruz toda su vida, dice que en verdad son como 900.

“Nos molestamos porque los medios siempre dicen que la isla está más llena de gente de lo que realmente está”, explicó quien pareciera actual como líder comunitario, guía turístico y vocero, todo a la vez.

Poca proximidad

Cualquiera sea la población (que es desconocida al no haber consenso por varias décadas), Santa Cruz es una localidad apretada.

Cerca de 115 casas están agrupadas en desorden una sobre la otra, mientras los hombres más viejos con ojos amables y caras curtidas se sientan en sus sillas a tomar cerveza, los niños van por la calle moviendo la cabeza al ritmo de la champeta y las mujeres jóvenes conversan en las tiendas de las esquinas.

Juvenal navega y se sumerge entre los paseos,  se agacha bajo las ropas tendidas y apunta las amenidades de la isla -una capilla aquí, una escuela allá- y explica la pacífica y relajada forma de vida.

“No hay crimen aquí”, dice orgullisamente. “No tenemos policía y no lo necesitamos tampoco”, añade.

Se detiene en una pequeña plaza, marcada con una gran cruz blanca. Es un buen lugar para una foto, explica, dado que la cruz tiene el nombre de la isla.

Una reciente alianza con el Hotel Punta Faro resultó en el establecimiento de un pequeño acuario de conservación en Santa Cruz.

Anteriormente, los lugareños trataban a las tortugas de la misma forma como si fueran gallinas: las mataban para obtener carne.

Ahora cuidadosamente desenredan a las tortugas atrapadas en sus redes de pesca y las cuidan hasta que el equipo de conservación del hotel llega a recogerlas.

Los turistas pueden pagar una pequeña cuita para entrar al acuario, el cual también tiene pequeños tiburones, mantarrayas y peces.

De cualquier modo, Santa Cruz está atestada de casas. Los isleños tienen que empezar a construir hacia arriba ya que no queda más suelo para más casas.

“Es una preocupación para el futuro” admitió Juvenal. “Nos estamos quedando sin tierra, y no sé cuál será la respuesta. No podemos seguir construyendo cada vez más hacia arriba”.

Pese a todo, reconoce que son felices. “¿Dónde más en el mundo puedes tener una isla sólo para tu pequeña comunidad?”.

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