Por Rodrigo Núñez y Omar Sagredo
IMAGEN REFERENCIAL / AGENCIA UNO

La desaparición forzada de personas es un crimen contra la humanidad que implica la perpetuación de la violencia debido a la ausencia de los cuerpos. En 1998, el entonces juez Juan Guzmán acuñó el concepto de “secuestro permanente” para referirse, justamente, a la naturaleza de la desaparición forzada: un crimen que no se limita a su acto ejecutorio, sino que su perpetración no se detiene hasta no conocer el destino de la víctima.

En Chile, las políticas de memoria y derechos humanos han intentado abordar esta compleja situación por medio de iniciativas que han logrado resultados parciales y controvertidos. Primero, el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación de 1991 (“Informe Rettig”) reconoció oficialmente la desaparición de más de mil personas. Sin embargo, las iniciativas posteriores en términos de búsqueda fueron fallidas: las pericias en el Patio 29 del Cementerio General (lugar donde los agentes de la dictadura inhumaron a muchas de las víctimas), resultaron en identificaciones erróneas y; los antecedentes entregados por las Fuerzas Armadas en la Mesa de Diálogo de 1999, respecto del paradero de las y los desaparecidos, fueron falsos. Todo esto ha significado una revictimización para los sobrevivientes y las familias, exponiendo la ineficiencia y desidia gubernamental en la materia.

Ahora bien, en los seminarios en torno al Plan de Búsqueda que la Subsecretaría de DDHH lleva a cabo la colaboración de la Universidad Católica Silva Henríquez se ha generado un interesante espacio de reconocimiento para diversas inquietudes. Aunque el actual Plan Nacional de Búsqueda de personas víctimas de desaparición forzada responde a una lógica diferente (al ser parte de la agenda de un gobierno que adopta los derechos humanos como una perspectiva fundamental de su quehacer político), la pregunta por los efectos sociales de esta nueva política emerge como una inquietud concreta respecto de su eficacia.

Por una parte, los estudios sobre la memoria y los derechos humanos señalan que estos procesos de pesquisa -inscritos en el denominado “giro forense”- demandan un ejercicio de rehistorización de los hechos de violencia, lo cual trae al presente controversiales disputas políticas, afectivas y éticas acerca de un pasado que no está cerrado. En ese sentido, los posibles hallazgos de este Plan demostrarán que las fronteras temporales entre el pasado dictatorial y el presente democrático están permeadas por injusticias que atraviesan a la sociedad en su conjunto con connotaciones variadas en sus distintos estratos generacionales.

Por otro lado, en tanto política pública, el Plan requerirá materializar acciones no sólo entre actores del Estado, sino que, además, con la sociedad civil, la cual, representada por las agrupaciones de víctimas y familiares, es escéptica respecto de las posibilidades concretas que esta nueva estrategia gubernamental posea. Desde esa visual, uno de los principales objetivos deberá ser la generación de confianzas. Por último, el alcance político del Plan será un asunto determinante, en especial, respecto de la capacidad para conseguir información de sectores con antecedentes relevantes, pero que están más allá de los actores “convencidos”, es decir, de los agentes militares y policiales.

En definitiva, el valor de este Plan reside en la necesaria genealogía de la violencia de Estado que permita reconocer cómo las huellas de la desaparición se perciben cotidianamente en el dolor de la ausencia y en la vergüenza de no lograr verdad y justicia. Pero también tiene que ver con su condición de herramienta política para abrir espacios de discusión pública que posibiliten la obtención de nuevos antecedentes. En ese sentido, el Plan debe reconocerse como una fuerza movilizadora de verdad, justicia y memoria, con el objetivo de restituir la dignidad humana de una sociedad completa que fue (y sigue siendo) dañada por la desaparición forzada.

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