Por Rodrigo Fábrega

Como de costumbre, los próximos resultados del Simce provocarán una alta cobertura mediática y junto a la opinión técnica de expertos sectoriales, habrá otros varios que harán de ellos un juicio político, sin considerar los aprendizajes logrados que no son observables en instrumentos como el Simce y que se produjeron como consecuencia del prolongado cierre de escuelas producto de la pandemia. Entre ellos destacan: la comprensión de la importancia del intercuidado, el fin de las certidumbres y la valorización de la escuela como un espacio insustituible de socialización.

La invisibilidad de otros aprendizajes relevantes fue unos de los argumentos que hace ya cerca de 10 años esgrimió un grupo de académicos chilenos -muy amplio- quienes llamaron la atención acerca de la aplicación del Simce para medir la calidad del sistema escolar. Señalaban que dicho sistema de medición se había transformado en algo dañino, resumiendo que existían tres problemas principales. Primero, que el resultado del Simce es una versión reducida de lo que significa educar. Segundo, que el incentivo a preparar la prueba puede distraer a la escuela de actividades propiamente educativas y en tercer lugar, que el resultado de esta prueba ha alcanzado importancia desmedida y los argumentos de comparación son cuestionables.

Contemporáneamente, a estas críticas, en el ámbito internacional se produjo también una reflexión pública por los efectos de la Prueba PISA. Liderados por Diane Ravitch un nutrido grupo de profesores universitarios hicieron ver con elegante preocupación que la prueba PISA tenía mucho que mejorar.

Con pocas modificaciones de fondo, las pruebas estandarizadas se han seguido aplicando y al igual que otros instrumentos de medición locales, dan luces de los procesos de enseñanza aprendizaje, pero sus resultados no explican ni miden el proceso en su complejidad ni profundidad. En este sentido, sostengo que el período postpandemia representa probablemente el mejor momento para saber censalmente cómo estamos, aunque claro, solo sea en algunas dimensiones. A pesar de estas restricciones, la decisión de aplicar la prueba representa una actitud valiente, en el sentido que es mejor conocer, aunque sea parcialmente, la realidad en lugar de esconder la cabeza.

El cierre prolongado de escuelas, el significativo desconocimiento de las nuevas tecnologías, las carencias de equipamiento, la falta de conectividad y la improvisación de metodologías en gran parte del mundo, son factores que claramente auguran una baja significativa en los resultados de este tipo de pruebas, especialmente en escuelas situadas en territorios y contextos de mayor vulnerabilidad. En USA algunos resultados muestran que el descenso en los resultados fue más devastador que los obtenidos después del Huracán Katrina. El estudio NAEP para 1ro medio muestra un significativo retroceso, transformándose los últimos resultados de comprensión lectora, en los más bajos de los últimos 20 años.

A los algebristas de la educación, quizás convenga recordarles una vez más que el Simce no sirve para evaluar la calidad general de la educación, ni para clasificar a los establecimientos como buenos o malos, ni mucho menos hacer jerarquizaciones simplistas, pero, aunque esta advertencia reiterativa sea de “manual”, veremos a los constructores de rankings hacerlos e interpretar resultados obviando la parcialidad de estos. El gran valor del Simce radica en el debate y reflexión pública que generan sus resultados y en la capacidad que tiene la sociedad en su conjunto para acordar cómo educar con mayor calidad, a partir de hoy, a niños, niñas y adolescentes.

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