Por Pedro Eguiguren

Recientemente, el Congreso chileno aprobó una reducción gradual de la semana laboral, para que en unos 5 años se trabaje 40 horas semanales —futura ley que celebran numerosos trabajadores subordinados, cuyas jornadas laborales superan actualmente lo que esta dispone.

Si bien este proyecto ayudará en algo al fortalecimiento de la vida familiar de los trabajadores, como lo han señalado varios parlamentarios, el foco empleado para lograr el objetivo perseguido quedó mal puesto, corriendo el gran riesgo de convertirse en un arma de doble filo, que afectará la economía local de nuestro país, lo que repercutirá necesariamente en las finanzas de las personas trabajadoras. En efecto, quedan importantes temas pendientes, de los que no se hace cargo la ley, pero que están relacionados con el mundo laboral.

Para empezar, como este proyecto se convertirá muy próximamente en ley, es clave que exista al respecto un plan de acción de fuerte apoyo a las pymes. Estas concentran un buen porcentaje de la fuerza laboral de nuestro país, pero no tienen el capital de trabajo, solidez y capacidad de rotación que sí tienen las grandes empresas. Entonces, la mezcla de reducidas jornadas laborales que contempla la futura ley, junto a la baja productividad de los trabajadores chilenos, podría provocar que el negocio de muchas pymes no sea sostenible en el corto a mediano plazo, lo que se traducirá en insolvencias, desvinculaciones laborales, etc.  Esto aumentará, por ende, la tasa de desempleo, que ya es alta. 

Otro tema del que no se hicieron cargo los legisladores con el proyecto de 40 horas es que, si bien la jornada laboral va a disminuir, es fundamental que exista un trabajo en conjunto entre el ministerio del Trabajo y Telecomunicaciones, el de Obras Pública y de cualquier otra institución pública relacionada, para que disminuyan los tiempos de traslados de los miles de trabajadores que se beneficiarán con la reducción de la jornada laboral. En la actualidad, más de la mitad de los trabajadores destinan más de dos horas diarias en trasladarse de ida y vuelta desde su vivienda a su trabajo, muchas veces en condiciones de poca comodidad, de inseguridad y, por qué no decirlo, de malos tratos. Esto sucede sobre todo en la capital del país, que concentra casi la mitad de la población de Chile, con una estimación del Banco Central de 8,3 millones de habitantes. Aunque en Santiago ha habido mejoras en el transporte público, es innegable que falta mucho por progresar en este sentido, especialmente en su fiscalización, considerando que cualquier falla de funcionamiento práctico o bien operativa del sistema provoca impactos de proporciones sobre la población trabajadora -y sobre su calidad de vida.

En buenas cuentas, se dice que la productividad de los chilenos debiera aumentar como contrapartida de la reducción de la jornada laboral, pero en la práctica será más evidente y efectivo en las personas que se encuentran trabajando de manera telemática, ya que trabajarán menos horas y no tendrán que destinar tiempo en eternos traslados.

Entonces, sí, son loables los esfuerzos legislativos tendientes a mejorar la calidad de vida de los habitantes del país. Pero deben alinearse con otras normativas vigentes, con la fiscalización de estas y con posteriores sanciones en caso de incumplimiento.  De no ocurrir esto, las nuevas leyes quedan como letra muerta o al momento de implementarse se ve que lamentablemente no cumplen con los propósitos que se tuvieron a la vista inicialmente.

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