Por Giorgio Jackson

*Escrita en co-autoría con Giovanna Roa (RD), candidata a constituyente por el D10

No cabe duda: el inicio de la nueva década nos ha sacudido. Nos encontramos experimentando un, todavía vivo, estallido social, una pandemia y un proceso constituyente. Intensa combinación de factores que nos debe orientar hacia valiosos aprendizajes. La revuelta social nos mostró la imperiosa necesidad de distribuir la riqueza producida, garantizando pisos mínimos de derechos sociales y dignidad para todas y todos. Y es que, si hay algo que nos debería haber quedado claro, es que las sociedades desiguales, injustas y abusivas, tarde o temprano, terminan por estallar. La pandemia develó nuestra fragilidad y mutua dependencia. Nunca había sido tan evidente: el bienestar es un asunto colectivo, en el que no basta mirarse los propios pies. Y ahora, emprendemos un proceso constituyente, que nos permite replantearnos el país que queremos, momento en que debemos pensar en cómo hacer las cosas de forma distinta, diseñando un futuro promisorio para nuestro país.

El actual gobierno comprende la acción del Estado desde la focalización, criterio de aplicación de políticas públicas que entiende la acción estatal como esencialmente excepcional, de alcance acotado y de duración breve. Al principio de focalización se le opone el de universalidad, que comprende la acción estatal como una respuesta necesaria para la provisión de derechos comunes y la eliminación de criterios arbitrarios, en donde alguien decide quién merece o no cierto beneficio. El último tiempo demuestra a la perfección esta dicotomía. Por un lado, el proceso de vacunación se basó en la universalidad, siendo una acción gratuita, descentralizada y masiva, solo ordenada por criterios sanitarios y médicos. En contraste, tenemos las escuetas ayudas económicas del gobierno frente a la crisis: hiperfocalizadas, basadas en criterios arbitrarios y comprometiendo una gran complejidad burocrática para su funcionamiento. ¿El resultado? Millones de personas gastando sus ahorros previsionales para costear las urgentes necesidades de sus familias por culpa de un gobierno que no quiso extender el mezquino alcance de sus medidas de ayuda. Entonces, si ahora pensamos en el Chile del futuro, ¿no parece lógico replantearnos esto? Pasar a una comprensión de la acción estatal que no parta desde la excepción, sino desde la amplitud de un derecho.

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Nosotros creemos que es momento de abrir en serio el debate sobre una Renta Básica Universal (RBU). ¿Qué significa esto? La RBU es una transferencia de dinero, periódica e individual, a toda persona mayor de edad, sin ningún tipo de requisitos o condiciones. Propuesta que, si bien puede parecer ambiciosa, ante un análisis desprejuiciado demuestra responder a varios de los problemas que enfrentamos hoy en día. A continuación mencionaremos cinco razones por las que debemos comenzar a evaluar una RBU para Chile.

En primera instancia, hay una parte de sentido común: si vivimos en un mundo en donde el acceso a cosas tan básicas como el alimento se adquieren a través del mercado (y a un precio sumamente alto) ¿no parece razonable garantizar que todos y todas puedan, en alguna medida, participar de este? Pensar la RBU parte por reconocer el carácter colectivo de la riqueza que en conjunto producimos y de la cual todos deberíamos beneficiarnos. En el tránsito a una sociedad con derechos sociales garantizados, este mecanismo podría permitir un piso mínimo de seguridad para que las personas hagan frente a sus necesidades.

En segundo lugar, la RBU nos permitiría responder a la gigantesca cantidad de personas en situación de dependencia por no poder trabajar, ya sea por avanzada edad o condiciones de salud inhabilitantes. En estos casos, una transferencia periódica podría significar un mejoramiento en su calidad de vida y un importante empujón hacia una mayor autovalencia económica, la cual es imposible de alcanzar con las actuales pensiones de invalidez.

En tercer lugar, la RBU es un mecanismo que nos permitiría dar respuesta a la histórica deuda que, como sociedad, tenemos con diversas formas de trabajo no remunerado. Con esto nos referimos principalmente al trabajo doméstico y a las labores de cuidados; tareas desempeñadas mayoritariamente por mujeres. Según estimaciones presentadas en el estudio de Comunidad Mujer (2019), el reconocimiento de estas labores podría llegar a representar un 21,8% del PIB, lo que demuestra la inmensa cantidad de trabajo que actualmente no recibe remuneración.

En cuarto lugar, actualmente, se estima que existen 700 programas sociales que, de manera focalizada, transfieren ayuda económica a personas que deben cumplir con exigentes requisitos. La universalidad y periodicidad de este beneficio reduciría la complejidad burocrática haciendo de la política pública una alternativa más eficiente y proba de transferencia de recursos desde el Estado hacia la ciudadanía. Además, terminaría con la evidente estigmatización de los beneficiarios del sistema actual, que deben “acreditar pobreza” al Estado para recibir beneficios.

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En quinto lugar, la RBU parece una alternativa sensata para enfrentar los cambios que la automatización del trabajo podría generar. Se trata de un futuro incierto, en donde el uso masificado de algoritmos o máquinas podrán llevarnos a un desempleo estructural, en donde incluso, quienes estén capacitados no encontrarán lugares de empleo. En la medida en que las nuevas tecnologías desplacen al ser humano de las labores productivas, tendremos que pensar en nuevas formas de reconfigurar nuestra sociedad y el acceso a los bienes y servicios. La RBU podría garantizar un piso mínimo para enfrentar tan incierto escenario.

Por último, cabe aclarar que la RBU no busca reemplazar el trabajo ni el salario, ya que el alcance de este mecanismo no sustituirá la necesidad de la gente por conseguir trabajos estables y remunerados, así lo ha mostrado la evidencia y no es, en ningún caso, tampoco su propósito. Se trata de buscar nuevas herramientas que de forma eficiente y sin discriminación permitan que las personas cuenten con un mínimo de recursos que mejoren su calidad de vida, entendiendo que los frutos del crecimiento, de una sociedad que está produciendo riqueza, deben beneficiar a todas y todos.

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