Columna de Jorge Jaraquemada: Vergüenza nacional, desconfianza total

Por Jorge Jaraquemada

29.05.2025 / 16:13

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"No ha habido gesto político ni institucional que convoque a una restauración ética creíble. Una vez más se optó por la inercia", sentencia el director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán, a propósito de la seguidilla de polémicas en las que se ha visto envuelto no solo el Gobierno, sino toda la estructura estatal.


La consigna “los treinta años”, promovida con fuerza por el Frente Amplio a partir del 18 de octubre de 2019, no solo buscó deslegitimar un ciclo político, sino que terminó catalizando un hondo malestar social. Sin mucha resistencia, se instaló un relato que desnudó una dimensión estructural de la crisis: la erosión de la confianza en el poder y en quienes, desde diversas posiciones, encarnan privilegios reales o percibidos.

Esa desconfianza persiste y se ha profundizado. Hoy se alimenta, entre otros factores, del creciente déficit de autoridad del Estado en su función básica de protección; de la angustia de miles de enfermos que temen morir esperando atención en un sistema de salud colapsado; de la descomposición de la convivencia escolar; y del descrédito progresivo de la política, especialmente cuando se confunde con un Estado capturado por prácticas corruptas.

La indignación que generó el masivo fraude en el uso de licencias médicas por miles de funcionarios públicos que viajaron al extranjero —hasta ahora impunemente— mientras declaraban estar enfermos, no es un fenómeno aislado. Viene precedido por una seguidilla de escándalos: desde los casos Procultura y Democracia Viva, hasta episodios de dudosa legalidad como la compraventa de la casa de Salvador Allende. La acumulación de estos sucesos ha cristalizado una percepción que no puede ser desestimada: que una parte relevante del aparato estatal se ha convertido en un refugio de impunidad y en un espacio donde la rendición de cuentas es la excepción y no la norma.

Si bien Chile ha avanzado en el diseño normativo de una agenda de integridad pública y privada, los hechos demuestran que ha sido insuficiente o, al menos, lo ha sido su implementación. El fraude de las licencias médicas revela algo más profundo que un simple vacío de fiscalización: una cultura de la trampa que ha echado raíces y se ha esparcido por los intersticios de un Estado anclado en prácticas analógicas, incapaz de usar herramientas analíticas modernas, basadas en IA, para ejercer sus controles. Esta disfuncionalidad administrativa favorece la opacidad, desincentiva el mérito y consolida privilegios mal habidos, entre otras cosas porque no hay consecuencias claras ni mecanismos eficaces de rendición de cuentas para quienes abusan del sistema.

Es cierto que las malas prácticas no son exclusivas del sector público. Sin embargo, el estándar de conducta que debe exigirse a quienes ostentan cargos estatales —comportamiento intachable, honesto y leal, con preeminencia del interés público sobre intereses particulares— es mucho más elevado. No sólo por la especial legitimidad que requiere el uso del poder público, sino también porque manejan recursos que provienen de todos y que deben ser administrados con criterios de estricta probidad y orientación al servicio. De ahí que los principios de probidad y transparencia hayan sido constitucionalizados en 2005 y que obliguen a todos los que ejercen una función pública. Pero esos principios son letra muerta si no se traducen en responsabilidades exigibles y sanciones efectivas frente a conductas desviadas.

La reacción del Gobierno ha sido tardía y tibia. La creación de un nuevo comité —a pocos meses de finalizar su mandato— más que una solución, parece un gesto de evasión. Lo mismo puede decirse de los sumarios instruidos, cuya eficacia real se ve limitada por la rigidez del estatuto administrativo. Por ello, el anuncio presidencial de desvincular a asesores de confianza, aunque suene bien, es una maniobra de bajo costo: se trata de colaboradores que no son de planta, que no hacen huelgas porque son “amigos” y que, eventualmente, si ahora se van por una vía no contenciosa, luego podrán volver discretamente al Estado, una vez superada la coyuntura. Esta rotación sigilosa es posible porque el sistema carece de una cultura efectiva de responsabilidad pública.

Y lo que subyace es aún más preocupante: un aparato estatal plagado de controles ineficaces o aplicados con displicencia, tolerancia a prácticas corruptas, y una mediocridad operativa y falta de eficiencia tan burda que bien podría catalogarse como una forma de corrupción estructural.

Este caso debió ser asumido por el Gobierno como una oportunidad para restituir la confianza de la ciudadanía. Era la ocasión para encarar con valentía el daño institucional acumulado y ofrecer una respuesta política que aplacara la indignación que siente la opinión pública frente a conductas deleznables. Pero no ha habido gesto político ni institucional que convoque a una restauración ética creíble. Una vez más se optó por la inercia.

Gabriel Boric ha defendido reiteradamente la necesidad de una mayor presencia del Estado en la vida cotidiana. Sin embargo, ese afán presidencial se ha visto deslegitimado por la ineptitud y anacronismo de las instituciones estatales, y por el desdén con que algunos de sus funcionarios se relacionan con la ética pública. El resultado es un contraste doloroso entre el ideal y la práctica, entre la promesa y la realidad.

Chile no necesita más declaraciones retóricas ni comités. Lo que se impone es un giro drástico, conceptual y operativo, en el aparato público. La ciudadanía debe dejar de percibir al Estado como un feudo protegido para burócratas blindados o cooptado por personas deshonestas, y comenzar a verlo como lo que debe ser: una institución al servicio de las personas. Ello no se resuelve solo con reformas legales o despidos ejemplares. También se requiere un compromiso integral por una nueva cultura estatal, basada en la responsabilidad, el mérito y la transparencia, junto a una arquitectura institucional que asegure controles efectivos y rendición de cuentas. Solo así será posible comenzar a reparar el vínculo quebrado entre Estado y sociedad.