Por Mónica Rincón
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El incendio en Valparaíso es una nueva tragedia que vuelve los ojos hacia una ciudad donde sus habitantes han visto cómo una y otra vez se incendian y pierden vidas y casas. Esta vez 245 viviendas destruidas, en 2014 15 fallecidos y tres mil hogares arrasados.

Según los expertos, se ha mejorado el plan de combate al fuego y ha sido valiosísimo el aporte de los helicópteros y de esos bomberos que, con razón, son hoy la institución más valorada por los chilenos.

Pero hay muchos pendientes. Uno de ellos que no se ha terminado con la sensación de injusticia e impunidad de que no se llegue a los responsables de un daño que no tiene nombre.

Especialmente duro fue lo sucedido este 24 de diciembre cuando, como en otras ocasiones, fuimos testigos de vecinos que arriesgaron su integridad y hasta su vida por ayudar a otros que habitan en los cerros.

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Son lugares de riesgo, sí, pero nadie quiere vivir en esas condiciones, sino que sabemos que no tienen posibilidad de elegir.

Se trata de una región, la de Valparaíso, que es la que más campamentos tiene en Chile, según reconocen las autoridades. Donde casi 100 mil personas habitan hogares sin servicios sanitarios, donde 160 mil mujeres son víctimas de violencia intrafamiliar y 30 mil personas están en campamentos, donde 195 mil personas en 2018 habían presenciado continuamente en el último mes tráfico de drogas, balaceras, disparos o violencia.

Ahí, 50 mil adultos no tienen trabajo y casi cinco mil niños, niñas o adolescentes no van al colegio.

Que pasada esta última catástrofe no los olvidemos y terminar con esa precariedad e injusticia, debiera ser también una emergencia y prioridad.

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