Por Daniel Matamala
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Basta mirar un mapa de Chile para entender la importancia de un tren. Así ocurrió en la formación y consolidación del Estado en los siglos 19 y 20, cuando la llegada del ferrocarril fue sinónimo de integración y progreso.

Una especie de sistema circulatorio, de venas y arterias por donde pasaban no sólo los pasajeros sino la identidad de un país.

Como ya sabemos, al tren se le asfixió entre la ortodoxia económica y los intereses de los camioneros durante la dictadura, y sus regresos han sido parciales o fallidos, como el vergonzoso tren al sur al final del gobierno de Lagos.

Suele argumentarse que un ferrocarril a Puerto Montt o un tren rápido a Valparaíso no se sustentan sin subsidio estatal, pero poco se dice de los subsidios indirectos que reciben sus competidores. A los camioneros se les devuelve el 80% del impuesto al diésel, una regalía que sólo se sustenta en su chantaje de parar y bloquear carreteras.

Ni ellos ni los buses pagan tampoco a cabalidad las externalidades que provocan: accidentes, congestión, contaminación y gases de efecto invernadero, en que son responsables de la mayoría de la emisión del sector transporte.

Cuando Chile limpia su matriz energética y se pone la meta de ser carbono neutral para 2050, el tren debería ser un aliado fundamental en esa tarea.

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