Por Valeria Barahona

El rosado de la cordillera dice hasta mañana cuando meto un vestido a la maleta: en unos días, sin saber por cuánto tiempo, con mi pololo viviremos en su campo en Llaillay junto a tres perros, los picaflores tomando agua de la piscina y un par de lechuzas que nunca hemos visto pero se hacen escuchar.

“Vivía allí con el amor de su vida, ella y él solos, vestidos casi solo de lana… o de luna. El olor del bosque, como ella y él, y el viento entre las hojas. Iban a vivir en Walden, lejos de la ciudad y hasta del mismo mundo, en medio del bosque. Allí acabaría con los riesgos, con las culpas, con las posibilidades de destrucción. Nadie cerca suyo, nadie en contra suya. Leer y leer. (…) ‘Viviremos del aire y de nosotros mismos’”, me orienta Braulio Fernández Biggs en Una novelita inglesa (RiL, 2018). El lanzamiento sería a mediados de este año, pero se suspendió.

La historia es protagonizada por la anciana tía Liza, quien está loca y es cuidada por Robin, un sobrino solterón con el cual “la relación es a ratos ambigua”, dice el autor. Ellos viven “en Worcester, mi familia viene del condado de Worcestershire (en el centro de Inglaterra). Es un homenaje a la tribu, por qué tendría que renegar de ella, no es siutiquería”, se ríe Fernández Biggs, recordando que cuando lanzó el libro de cuentos El ciego y los tuertos (2015) una crítica “se quejó de que ambientaba algunos en Inglaterra, que hablaba de ‘criadas’ en vez de ‘nanas’. Si a esto se suman Tres novelitas burguesas de (José) Donoso y Una novelita lumpen de (Roberto) Bolaño, entonces Una novelita inglesa es como un codazo, como decir ‘¡toma! Voy a ser el más chanta, el más poco criollo’”.

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“Esa historia media cómica con la tía, que no es tan cómica, (mientras escribía) empezó a girar hacia una historia de amor, eso me encantó. Obviamente yo no voy a cambiar los destinos de la literatura universal, pero esto a mí me gusta”, dice el también traductor de Shakespeare y T. S. Eliot, en referencia al soltero Robin y la bibliotecaria Flora, quienes “son seres súper solos, ese yo creo que es el fondo de la novela: la soledad”.

Lo que une a la pareja, “en el exterior, es la lectura de Thoreau, pero en el fondo, es la soledad lo que los lleva a soñar con ‘Walden’”, uno de los libros más citados del autor estadounidense que, a mediados del siglo XIX, decidió irse a vivir solo a una cabaña en el bosque en el pueblo de aquel nombre, tierra que hoy es muy visitada gracias al mito del escritor que hablaba con conejos y búhos: el sueño del hipster de Barrio Italia. Quizás con mi pololo reinventemos Llaillay, já.

El director del Instituto de Literatura de la Universidad de Los Andes sigue: “Leí a Thoreau en la universidad, me impactó mucho el libro de la desobediencia civil (publicado en 1849), porque entre mis obsesiones personales está el tema de la esclavitud negra en Estados Unidos, he estudiado harto de eso y me impactó la postura de Thoreau, quien se negó a pagar impuestos mientras en EE.UU. existiera la esclavitud, un tipo muy coherente. De ahí llegué a ‘Walden’, desde la parte política de Thoreau, y encontré increíble esta historia del tipo que decide irse dos años solo al campo, a una casa hecha por él mismo, a comer judías (porotos) cultivadas por él mismo”.

—Si estuviera vivo quizás tampoco pagaría impuestos al gobierno de Donald Trump…
—No, claro, y estaría, no sé, rompiendo el muro en la frontera con México. O quizás se habría autoexiliado, yo creo que no habría querido vivir en ese país, no sé.

“La vida no tiene por qué ser como es. Creo que esa es la gran lección que nos deja Thoreau”, dice Robin a Flora. “Me muevo para pedirle cosas nuevas a la existencia. (…) Ojalá pudiera obligarme a ser un cazador de lo bello y que nunca se me escape nada”, anotó el estadounidense en sus diarios (Volar, 2016).

—Le pusiste a tu libro “Una novelita inglesa”, ¿piensas que los chilenos somos los ingleses de Sudamérica?
—No, para nada. Lo de Inglaterra viene por mi familia, mi abuelo, que fue mi mejor amigo. Quizás en el subconsciente es un homenaje a él, pero no tenía nada de loco, al contrario, era un gentleman. Me acuerdo del día en que se internó en la clínica para morir, porque ya estaba enfermo, me tocó ayudarlo a vestirse: tuve que peinarlo a la gomina, echarle colonia, él fue impecable a morirse, un caballero, (…) pero en ningún caso chovinista, o sea, nunca vi la bandera inglesa en la casa para el 18 de septiembre.

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—Ahora que los asiáticos son la vanguardia, ¿no sería mejor ser los chinos de Sudamérica? Las novelas de Kazuo Ishiguro están de moda después de que ganó el Nobel (2017).
—Creo que el Nobel está bien desmerecido, pero me pasa que con el Nobel a Ishiguro se le cerró la puerta a John Banville (irlandés), Ian McEwan y Julian Barnes (ambos británicos). Me parece bien Ishiguro como ‘inglés’ (debido a que llegó a los seis años a Inglaterra), pero creo que se lo merecía más Banville, y no le van a dar a dos ingleses muy seguido. Sin embargo, ‘Lo que queda del día’ es una novela muy británica, pero que solo la podría haber escrito un japonés, por la lógica del bonsái, de la miniatura, del origami, eso no lo hace un inglés, lo hace Ishiguro que, en el fondo, es japonés de cultura, de estructura, entonces es una paradoja, porque a nosotros nos parece muy británica con mayordomo y cacería de zorros, pero está escrita con la lógica del bonsái.

—¿Y quién es Charles Dickens en Chile?
—Se lo oí una vez al profesor Ignacio Álvarez, de la Universidad de Chile, y dijo que por las minas de carbón en Lota, Baldomero Lillo es como el Dickens chileno, con una narrativa bien edulcorada, porque la realidad era bastante más dura, pero que para instalar ese tema en la capital tenía que hacerlo un poco más suave.

Una novelita inglesa
Braulio Fernández Biggs
RiL editores
85 páginas
Precio de referencia: $ 7.000

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