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"La magnitud de la crisis obliga a ser cautelosos con las interpretaciones apresuradas, muchas de las cuales omiten su profundidad. Octubre está lejos de quedar en el olvido. Más bien, late a la espera de un cauce", comenta el subdirector del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES).
“En un momento de crisis, cuando el orden de una sociedad vacila y se desintegra, los problemas fundamentales de la existencia política en la historia se perciben con más facilidad que en períodos de estabilidad”, decía el filósofo de origen alemán Eric Voegelin. Aunque se refería a otros momentos históricos, no parece haber tanta distancia entre su afirmación y nuestro escenario político y social.
En octubre de 2019 vimos las tensiones en las costuras del orden, aunque todavía falta para comprenderlas y hallar caminos de salida. Los instantes de crisis profunda son más que solo simples momentos y, por lo mismo, nos tomará bastante tiempo soldar la grieta expuesta hace casi dos años. Aunque octubre inaugura una nueva etapa política de nuestro país, lo cierto es que evidencia tensiones y malestares anteriores a esa fecha. No todo partió ahí, y los conflictos que suscitan el estallido se mantienen tan vivos como antes.
La magnitud de la crisis obliga a ser cautelosos con las interpretaciones apresuradas, muchas de las cuales omiten su profundidad. Octubre está lejos de quedar en el olvido. Más bien, late a la espera de un cauce, tanto en el ámbito constitucional como en los demás dominios que la produjeron. La misma cautela debemos tener al interpretar los datos de la reciente encuesta CEP, que podrían ser leídos como una fotografía tranquilizadora, una píldora de normalidad en tiempos revueltos. Habríamos regresado a nuestras preocupaciones ‘normales’, la delincuencia, asaltos y robos; pensiones; salud y educación. Un retorno a la normalidad fome. Un regreso a aquellos problemas de gestión que caben fácilmente en cualquier programa de gobierno.
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La verdad es que no hay mucho de qué sorprenderse. La distancia temporal permite mirar distinto las protestas, en particular las más violentas, y apoyarlas con menos decisión que antes. Pero este adormecimiento no basta para desaparecer el conflicto. Por el contrario, sigue ahí, puesto en pausa, si se quiere, en gran medida por los cambios provocados por la pandemia, en gran parte por la expectativa frente al desarrollo de los procesos electorales y constitucionales de los próximos meses.
Sin ir más lejos, la Convención mantiene cierto pulso de octubre, pues en ella radican parte de las esperanzas de que el malestar genere cambios institucionales. Lidiar con la expectativa constitucional, y que el nuevo texto sirva a lo menos para enrielar la crisis del sistema político, supone cautelar mejor su actuar. Hasta ahora, algunos de los convencionales —aquellos con mayor figuración—, han caído en una dinámica matinalera que no honra el encargo ciudadano ni la magnitud de su tarea. Es cierto que conviven con campañas bastante intensas contra su trabajo, y que las noticias espectacularmente negativas se toman la agenda de manera injusta, porque son muchos quienes trabajan con intensidad hacia el objetivo. Pero por el mismo motivo, la propia Convención debe adoptar una actitud sobria que permita que el país, en su diversidad, se refleje en ella.
Nadie niega que sea difícil, porque para muchos implica poner distancia con sus piños de corte maximalista; pero al mismo tiempo, conecta con ese ancho espacio de personas que buscan cambios radicales y en paz. En suma, la Convención deberá resignificar octubre, sopesando la inmensa expectativa de cambio que recorre a nuestra sociedad, y sin rendirse a las voces que pretenden refundaciones milagrosas, muchas de las cuales mantienen un coqueteo permanente con la violencia.
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Pero octubre tiñe mucho más que la Convención, aunque sea su legado más directo. Nuestra discusión política, y las elecciones parlamentarias y presidenciales se mueven en códigos octubristas, incluso aquellos casos que pretenden desmarcarse del hito. Es así cómo vemos que gran parte de las promesas y discursos de campaña de lado y lado buscan absorber en mayor o menor medida las inquietudes manifestadas a fines de 2019. Es probable que ninguna por sí sola pueda hacerlo: la fractura entre política y sociedad es honda, y tomará muchos años repararla. Cualquier proyecto político que quiera proyectarse en el tiempo deberá pasar por la difícil prueba de comprender e interpretar octubre; de articular respuesta a los dolores y carencias por éste evidenciados. De lo contrario, será apenas un cúmulo de promesas de alivio temporal pero insuficiente.
Esto se ve de manera particularmente nítida en las discusiones de retiros de fondos de las AFP. Una política cortoplacista al extremo, de discursos corrosivos, que pretende utilizar la voz del pueblo con el fin de aprobar una medida que beneficiará a pocos, a costa del futuro del sistema de pensiones. Sumida en esta espiral suicida, la política no podrá hacer frente a ninguna de las preocupaciones que supuestamente reemplazaron a las de octubre, y menos aún respecto de la grieta existencial que recorre Chile.
Pero, sobre todo, octubre sigue ahí para la sociedad. Una sociedad desafectada de los políticos –no de la política, no completamente, al menos–, que espera cambios muy profundos y en un plazo no menor de tiempo. Es la sociedad la que no puede esperar. Ahora bien, no se trata de andar amenazando con nuevos estallidos sociales, como hizo hace algunos días Manuel José Ossandón, pero sí de hacer notar que lo que se manifestó en octubre está lejos de pasar. En cierto sentido, al aplazar las preguntas profundas que plantea el estallido, la clase política instala la guillotina que cortará su cabeza.
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No se trata de un proceso necesariamente violento, sino más bien de anomia y desafección generalizada, de un presidente y un Congreso impotentes para desarrollar en plenitud sus labores. Como bien muestra la encuesta CEP, refrendado por varios estudios anteriores (el más destacado de ellos, Tenemos que hablar de Chile), estamos ante un elástico estirado, tan estirado que puede terminar por romperse. Y no sabemos, realmente, qué puede pasar cuando aquello ocurra.
En este silencio pandémico forzado, ya no persiste la espectacularidad y la violencia que marcaron el 2019. Tampoco las vocerías inflamadas de algunos, ni los cuestionamientos diarios al sistema, ni la incapacidad de los partidos para procesar ningún tema más o menos relevante. Lo que sí está ahí, cultivándose a diario, es una esperanza silenciosa pero que puede ser fácilmente defraudada: una verdadera espada de Damocles que no cabe en los diagnósticos complacientes o reduccionistas de nuestra realidad. Aprender a habitar esa fragilidad, construyendo a la vez instituciones legitimadas, es y será el gran desafío por enfrentar en estos años. De eso depende que este silencio sea algo más que la agonía inconfesada de un mundo en camino a desaparecer.
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