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En su columna de opinión el director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán abordó lo que fue el episodio de la fallida compraventa de la casa del expresidente Salvador Allende y los efectos que generó en la política nacional.
Desde que se conocieron los antecedentes del enrevesado caso de la compraventa de la casa que perteneciera al expresidente Salvador Allende, la entonces senadora Isabel Allende —hoy destituida por el Tribunal Constitucional— articuló una defensa basada en la externalización de responsabilidades. Alegó haber actuado de buena fe, afirmó ignorar la norma constitucional que prohíbe contratar con el Estado y reivindicó un papel meramente pasivo en la operación. Su tesis, en esencia, descansaba sobre dos pilares: el error técnico de sus asesores legales y su supuesta desvinculación de las decisiones en esa transacción.
No obstante, el fallo del Tribunal Constitucional fue categórico al desestimar tales justificaciones, en la medida que no son suficientes para exonerarla de la infracción cometida. La institucionalidad democrática exige que quienes ejercen funciones públicas —y en particular quienes han jurado fidelidad a la Constitución— conozcan y respeten los límites que rigen su actuar. Apelar al desconocimiento de la norma no solo resulta inadmisible en términos jurídicos, sino éticamente problemático en un contexto donde el imperio del derecho debe primar por sobre cualquier relato individual.
La situación se complejiza aún más con la reciente filtración de una conversación del exjefe de asesores del presidente, Miguel Crispi, obtenida mediante una intervención telefónica ordenada por la Fiscalía. En ella, se revelan antecedentes que cuestionan uno de los fundamentos centrales de la defensa de la exsenadora Allende: su supuesta pasividad. La filtración abre interrogantes respecto del rol efectivo que ella tuvo en la operación inmobiliaria.
Desde una perspectiva judicial, el foco debiera estar en esclarecer si hubo o no tráfico de influencias en la compraventa. Ese es el objetivo primario de la investigación y cualquier desviación hacia la forma —como la controversia sobre la filtración— no debiera distraer a la opinión pública ni a los actores institucionales del fondo del asunto. Es claro que las filtraciones son inadmisibles como práctica, pero también lo es que su existencia no invalida el deber de la Fiscalía de esclarecer responsabilidades penales o administrativas cuando están en juego principios básicos de probidad.
En este contexto, resulta preocupante que sectores de la izquierda estén adoptando como línea de defensa la reivindicación simbólica del apellido Allende, en vez del esclarecimiento de los hechos. Tal estrategia es errónea. En vez de confrontar los hechos con rigurosidad, se apela a la historia y al peso del legado del expresidente. Pero un capital simbólico no es un escudo contra el escrutinio público y mucho menos un argumento válido frente a eventuales infracciones a la legalidad vigente.
En términos políticos, este episodio ha significado un alto costo reputacional tanto para el Partido Socialista como para la familia Allende. La sobrerrepresentación simbólica del apellido —con todo lo que conlleva en la historia de la izquierda chilena— ha hecho que esta situación tenga una resonancia que supera con creces el ámbito judicial. La respuesta desde el oficialismo, marcada por silencios, declaraciones ambiguas y fórmulas vacías como “dejemos que las instituciones funcionen”, refleja más una incomodidad evasiva que un compromiso serio con la transparencia y la rendición de cuentas.
No se puede minimizar el hecho de que este caso ya ha tenido repercusiones políticas concretas: la comparecencia del presidente ante tribunales y la renuncia de dos ministras —una de ellas nieta del expresidente Allende—. Persistir en el relato de una simple torpeza administrativa sin consecuencias mayores, solo contribuye a erosionar aún más la confianza ciudadana y a profundizar la desconexión entre clase política y sociedad.
Lo que se ha resquebrajado no es solo una defensa jurídica, sino un símbolo: el apellido Allende —que la izquierda chilena asocia a consecuencia política y defensa democrática—, hoy aparece vinculado a una trama de opacidad e influencias indebidas. Frente a este deterioro, la única vía posible de reparación simbólica pasa por asumir responsabilidades políticas con claridad y sin eufemismos.
Por eso, corresponde que quien ha sido considerada la principal heredera política del expresidente Allende hable con franqueza, explique con precisión su participación y, si corresponde, reconozca errores. Solo un acto de transparencia genuina puede estar a la altura del legado que ella misma invoca.
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