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Uno de los mayores desafíos de una democracia, es lograr la igualdad ante la ley. Que cualquier persona, no importa su cargo, dinero o prestigio, esté sometido a la justicia.

En Chile, la élite ha logrado evitarlo de muchas maneras. Con leyes ad hoc, como la que hasta hace poco no penalizaba la colusión, o las que sancionan con penas ínfimas los delitos de cuello y corbata. 
Con normas especiales, como las que hacen prescribir los delitos electorales o permiten al servicio de impuestos internos impedir que se investigue la evasión tributaria al no presentar las querellas que se necesitan para que la Fiscalía actúe.

Y hay más: presiones abiertas o veladas a servicios públicos e investigadores, leyes mordaza, nombramientos negociados políticamente en órganos como la Fiscalía. Una tupida red de recursos para garantizar la impunidad.

No importa si esos poderosos son de izquierda o de derecha, de gobierno o de oposición, políticos o empresarios, el efecto es el mismo, y lo hemos visto en casos como SQM, Penta, Corpesca o Caval.

Hoy, han presentado su renuncia los fiscales Gajardo y Norambuena. Ellos tuvieron la valentía de investigar en serio a personas de gran poder y así desentrañaron  parte de la madeja de corrupción entre dinero y política en Chile. Pagaron un alto precio por ello: una y otra vez, fueron cuestionados y marginados de los casos Corpesca y SQM que ellos habían iniciado.
Finalmente,  la decisión de la Fiscalía de suspender sin juicio ni condena el caso del desaforado senador Iván Moreira, fue la gota que rebalsó el vaso.

Hoy los poderosos pueden sentirse aún más impunes. Los corruptos pueden dormir todavía más tranquilos. Y resuenan más que nunca las palabras de la capellán de la cárcel de mujeres al Papa: “en Chile se encarcela la pobreza”.     

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